El Museo Franz Mayer está alojado en una construcción magnífica del siglo XVI, de muros sólidos y anchos, techos altos con vigas, que siempre me ha parecido un espacio de luz y paz en el centro de la Ciudad de México. Sin embargo, su historia ha sido muy agitada.
Fue durante el virreinato el Hospital de San Juan de Dios, y desde la Independencia fue usado sucesivamente como convento de monjas, colegio de niñas, cuartel, albergue de prostitutas, de nuevo hospital, oficinas gubernamentales, sede del Diario Oficial de la Federación y depósito de Correos. Ahora es un museo de artes decorativas con colecciones valiosas.
Una mañana de domingo, después de mirar cuadros y muebles, relojes y gobelinos, vajillas de talavera y toda clase de objetos de plata, subí las escaleras y miré el magnífico patio central. En una esquina, a la que casi no llegan visitantes, está una biblioteca, cuyas maderas, escaleras, estantes y balaustradas ya justifican la visita.
Estaba vacía, una bibliotecaria trabajaba y me saludó casi sorprendida de verme ahí. Entré a mirar, atraído por el encanto de los volúmenes, por la fascinación que ejerce sobre mí ese objeto mágico llamado libro. Por fortuna no soy un bibliófilo, pero al acercarme a una de las vitrinas supe al instante que estaba delante de un tesoro.
Ahí estaban, delante de mis ojos, ediciones tan viejas y tan raras del Quijote que apenas podía creerlo. El Museo Franz Mayer tiene casi ochocientas ediciones del Quijote en dieciocho idiomas, las más recientes de hace poco más de un siglo.
La joya de la corona, me parece, es una edición de 1605, la de Valencia, que según los grabados que he visto debe ser igual a la de Madrid de ese mismo año, la primera, la verdadera edición príncipe del Quijote. (Algunos especialistas hablan de otra, anterior, por unos meses; pero entiendo que esa edición es más una conjetura que un libro de verdad.)
Ese pequeño libro, editado en octavo, hace cuatrocientos diez años, me despertó una emoción súbita, como un encantamiento. Pensé que quizá Cervantes lo vio y hasta lo tuvo entre sus manos. Imaginé las vicisitudes, rotundamente novelescas que habrán sucedido para que ese ejemplar llegara a la Biblioteca del Museo Franz Mayer.
A veces bastas mirarlos para que los libros, fuente inagotable de satisfacciones, nos regalen una alegría. Nunca había imaginado que vería una edición del Quijote de 1605. Nunca imaginé que ese hallazgo me conmoviera tanto. Al salir a la calle, me sentía pleno, y me pareció que la luz del día era más clara y más limpia.
Ahí estaban, delante de mis ojos, ediciones tan viejas y tan raras del Quijote que apenas podía creerlo. El Museo Franz Mayer tiene casi ochocientas ediciones del Quijote en dieciocho idiomas, las más recientes de hace poco más de un siglo.
La joya de la corona, me parece, es una edición de 1605, la de Valencia, que según los grabados que he visto debe ser igual a la de Madrid de ese mismo año, la primera, la verdadera edición príncipe del Quijote. (Algunos especialistas hablan de otra, anterior, por unos meses; pero entiendo que esa edición es más una conjetura que un libro de verdad.)
Ese pequeño libro, editado en octavo, hace cuatrocientos diez años, me despertó una emoción súbita, como un encantamiento. Pensé que quizá Cervantes lo vio y hasta lo tuvo entre sus manos. Imaginé las vicisitudes, rotundamente novelescas que habrán sucedido para que ese ejemplar llegara a la Biblioteca del Museo Franz Mayer.
A veces bastas mirarlos para que los libros, fuente inagotable de satisfacciones, nos regalen una alegría. Nunca había imaginado que vería una edición del Quijote de 1605. Nunca imaginé que ese hallazgo me conmoviera tanto. Al salir a la calle, me sentía pleno, y me pareció que la luz del día era más clara y más limpia.