13 de agosto de 2012

Sergio Pitol: un traductor

Sergio Pitol es un maestro en el arte de mezclar con acierto y soltura sus recuerdos con el apunte de un diario, el ensayo y la ficción, es decir, la experiencia y la memoria con la escritura misma y la reflexión no exenta de imaginación.

En uno de esos textos tan suyos como inclasificables, tanto que pareciera que inician un nuevo género, común a unos cuantos escritores de varias nacionalidades cuyo otro rasgo común sería la celebración de su amistad, en uno de ellos, “La lucha con el Ángel”, Pitol cuenta una tarde de su vida en Varsovia, en la que aparece plena y terrible su lucha entre la dedicación al trabajo, la traducción de “Tatarak”, un cuento de Iwaszkiewicz, y la corrección de su libro Los climas, con sus demonios que lo quieren llevar a la calle, a vivir la noche.

El propio Pitol habla de esa lucha y recurre a una novela corta de Thomas Mann para decirnos que ese conflicto que le aqueja con violencia lo han sufrido otros: el oscuro desgarramiento que aquejó a Tonio Kröger, el combate entre la tentación del mundo y la soledad indispensable al proceso de creación. Es decir, la apetencia del mundo y al mismo tiempo su rechazo. 

Pitol, en aquella tarde en Varsovia, solo en su habitación del último piso del hotel Bristol, trabaja, traduce, consulta el diccionario (un traductor es un hombre rodeado de diccionarios dijo Octavio Paz). De pronto, se detiene, se prepara un café. Mira por la ventana. Mejor aún, se fuga por la ventana: el espectáculo de la calle y el jardín era atractivo e inquietante. Mira a la gente que pasea y se sienta en un banco, mira a un grupo de muchachas, luego a unos muchachos e imagina historias, crea una aventura y una pareja fugaz en su imaginación. 

Afuera, en la calle, está la vida y él tiene que traducir, revisar su libro. El conflicto florece en toda su potencia: hacer una obra o vivir la vida. Trabajar toda la noche o salir, ir al teatro, a una fiesta, recorrer bares y sitios, salir a vivir la noche. 

El propio Thomas Mann, tan caro a Pitol, imaginó una noche de Schiller en “Hora difícil”, un relato en el que el gran poeta, enfermo, con frío, con la cabeza revuelta, duda de su talento, de la calidad de su trabajo, en un tormento que algo tiene de vanidad y reflexión profunda sobre el sentido y alcance de sus desvelos.

Schiller, según Mann, en una lucha consigo mismo, termina por despreciar el cansancio, el dolor y pone el cuerpo y el alma en su poema: el talento es una insatisfacción cuya habilidad no se crea ni se incrementa más que a fuerza de tormento. Más todavía: para los más grandes, para los más insatisfechos, el propio talento es el más doloroso de los látigos… Es necesario trabajar. ¡Trabajar! Hasta que llegue la luz del nuevo día, hasta concluir la obra continuar, seguir adelante, no desfallecer: la obra es hija del sufrimiento.

Muchos años después, cuando ya era Premio Cervantes y un hombre mayor, cuando ya había escrito casi toda su obra como autor y traductor, Sergio Pitol seguía preocupado por la dedicación a su trabajo.

Una tarde, en su casa de Xalapa, me explicó su manera de ganar tiempo. En una pequeña agenda, en donde otros anotan citas y cosas cotidianas por hacer, él llevaba el registro de las horas que trabajaba por día, según una cuota y un plan draconiano. Con frecuencia, trabajaba de más, de manera que tenía un superávit de muchas horas. Así y sólo así podía regalarse horas de distracción y aun días de descanso.

La constancia y dedicación de Sergio Pitol son dos de los atributos mayores de su talento. Y a sus novelas, cuentos y ensayos, y esos textos de mixtura que para algunos son lo mejor de su obra porque su talento alcanza una libertad de expresión que no es común en los géneros cerrados, debemos agregar los libros traducidos y de ninguna manera desdeñarlos o ponerlos en un cajón aparte.

Sergio Pitol ha sido tan escritor y tan creativo en sus relatos como en sus traducciones, y las novelas que ha traducido con fortuna son tan suyas como del autor. Traducir es un acto generoso, un gesto de humildad, un reconocimiento por el trabajo de otro que obliga a estar a la altura de lo mejor de uno mismo.

Un traductor es alguien que se desvela, que desdeña vivir la noche, por seguir una a una, con paciencia y sabiduría, con intuición poética, con conocimiento filológico, las palabras que otro ha fijado en otra lengua. Por tanto, traducir, imaginar en la propia lengua lo que otros han hecho en lenguas extranjeras, es un acto de recreación muy cercano al acto de creación original y un ejercicio fascinante.

Un traductor es un amigo de otros autores, de otras palabras, un descubridor de mundos, un soldado al servicio de la literatura. Sergio Pitol ha ejercido el arte de la traducción con la nobleza de un apostolado y el goce de una vocación. Ha hecho de la traducción su segundo oficio, el otro lado de la moneda de su trabajo literario.

Las páginas traducidas por Sergio Pitol deben ser varias veces más numerosas que sus páginas de creación, pero no hay nada que lamentar. En esa colección impresionante, que ha vertido amorosamente, con impecable certeza y precisión, con cuidado y mesura y buena fortuna, también está el escritor Sergio Pitol presente de cuerpo entero.

Pitol puede jactarse de haber traducido, de sus lenguas originales a un español límpido, a un puñado de autores indispensables como Chéjov, Austen, Lowry, Graves, Conrad, entre otros. Bastaría uno sólo de esos títulos, Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, para que Pitol merezca nuestro reconocimiento. Ha puesto a nuestro alcance, y de qué manera, libros que de otro modo nos serían inaccesibles.

Que a nadie le sorprenda que un nuevo premio literario, uno que celebra la trayectoria de autores destacados en el arte de traducir, lleve el nombre de Sergio Pitol.

9 de agosto de 2012

Hughes y el secreto de Las meninas

Robert Hughes fue un crítico de arte que solía decir lo que pensaba. Tenía ideas claras, las convicciones firmes y fue el terror de algunos tomadores de pelo que más vale olvidar. Por supuesto, sus opiniones fueron el centro de algunas discusiones ácidas. Manifestar opiniones no correctas atrae, además de líos y problemas, una celebridad que no siempre es esperada ni bienvenida. Llegaron a llamarlo "el crítico más famoso de la historia”, "el crítico de arte más influyente".

Leer sus libros es una buena manera de aproximarse al arte, aunque no se coincida del todo con él. Pero Hughes me dio algo muy valioso: me ofreció el secreto de Las meninas de Velázquez. Decía que el misterio del cuadro es el cuadro en sí mismo: lo que se ve en el cuadro es lo que ven Felipe IV y Mariana al momento de entrar en la habitación. Al mirar Las meninas es como si acompañáramos a los reyes (reflejados en un espejo del fondo) y descubriéramos con ellos lo que vieron al entrar. El espectador tiene el privilegio de compartir el punto de vista con el rey de España.

Para mí fue un hallazgo deslumbrante. No sé si Hughes fue el primero en aventurar esta solución, pero de cualquier manera le estoy muy agradecido, al menos por difundirla. Cuando leí sus palabras que explicaban el misterio sufrí mareos y vértigos pero no sentí que todo se nublara y oscureciera a mi alrededor. Todo lo contrario, descubrí que el cuadro se iluminaba pleno de una luz muy pura y muy clara. Hughes no me quitó el misterio y fascinación que sentía por el cuadro sino todo lo contrario, desbordó mi afición por Las meninas y fijó para siempre mi admiración incondicional por la genialidad de Velázquez.

7 de agosto de 2012

Incendios

Desde hace miles de años no hemos cesado de contarnos algunas historias, esas que nos dicen quiénes somos, por eso no dejamos de reescribirlas y representarlas. Volvemos a ellas de vez en cuando y vamos al teatro a gozar de la avasalladora presencia escénica, de la magia absoluta, del encantamiento de la representación y la palabra. Vamos al teatro y una vez más se impone la fuerza de la palabra, pura e hiriente, la que nos llama, la que nos nombra.


En Incendios, de Wajdi Mouawad, todo está allí, el argumento impecable, la trama astuta,el artificio de la puesta en escena, el engranaje escénico del que no hay manera de librarse, de ser avasallado por la violencia cruda, ciega, devastadora, puesta al servicio de la gratuidad de la muerte en la guerra, en cualquier guerra y cualquier conflicto, por cualquier causa. Allí está el dolor, las vidas rotas, las vejaciones sin fin, el desarraigo, la orfandad, la urgente búsqueda de la justicia, necesaria para seguir viviendo.

Vamos al teatro a gozar y terminamos por mirar una galería de horrores de la que no somos ajenos. En el gran teatro, en el silencio, en los claroscuros, en los actores doblados en personajes imposibles, en el tiempo fuera del tiempo del drama, asistimos agazapados en una butaca al milagro de ver la Historia y las pequeñas tragedias personales.

Una mujer que quiere otra vida y quiere aprender a leer y escribir y a pensar, una mujer que busca un hijo arrebatado, una mujer que sufre lo inefable, una mujer que guarda silencio y escribe dos cartas, el encargo absurdo para dos hermanos gemelos que buscan a su padre y a un hijo anterior de su madre del que no tenían noticia.

En esa búsqueda surgirá el reconocimiento (anagnórisis le llamaban los griegos), recurso que anima y da sentido a la vida de los personajes. Todo está allí, la vida del drama en su esplendor, la muerte, la vida. El teatro posee una fuerza inmensa, oceánica. El teatro es magia y rito y una celebración conmovedora. El teatro puede ser una experiencia más intensa que tantos sucesos de la propia vida.

El teatro es efímero y el presente eterno porque ofrece una situación extrema. Presenciar la escena del testimonio de Nawal, la protagonista, en esa lección magistral de arte dramático que hace la actriz Karina Gidi es una experiencia arrebatadora de la que no es posible salir indemne.

6 de agosto de 2012

Adiós, Solitario George

Le decían Solitario George y fue una tortuga gigante macho que le hacía honor a su alias. Con su muerte, desaparece su subespecie, pues era el último individuo de las Galápagos. Dicen las crónicas que tenía más de cien años y que no se reprodujo a pesar de estar inscrito en un programa de crianza en cautiverio. La prensa rosa y las revistas del corazón no han dado cuenta del suceso, lo que no deja de sorprender, pues la desgracia ambientalista tiene un alto contenido sexual.

Cuentan los cables de prensa que Solitario George fue el centro de "varias iniciativas para intentar que se reprodujera, inicialmente con hembras de la especie de volcán Wolf, de la isla Isabela". Todo ello suena muy sexy, tanto, que George consiguió aparearse con ellas "tras quince años de convivencia", pero no hubo descendencia. Luego, llevaron a su "corral hembras de la especie de la isla Española", y con ellas tampoco se reprodujo.

Las notas no dicen mucho más, pero al parecer no había un problema genético o una enfermedad. Entonces, ¿qué sucedió, George? ¿Consideraste alguna vez lo que podría haber dicho Darwin, quien seguro conoció a tu abuelo, cuando visitó tu archipiélago? ¿Tomaste en cuenta que tu rechazo a la paternidad implicaba la extinción de tu especie? ¿Te asustaba acaso la paternidad, porque las responsabilidades son eternas, como dijo un poeta?

No sé si George tenía una posición ética sustentada en un pensamiento filosófico radical, una suerte de nihilismo que lo llevó a renunciar a la presencia de su especie en la Tierra. No sé si padecía una depresión crónica que lo indujo, tras muchos años de sufrimiento y reflexión, a comprender que la reproducción puede ser un acto terriblemente irresponsable.

Tal vez George se fue quedando solo porque el hombre llevó a las Galápagos a las cabras, especie que diezmó el hábitat de la zona y llevó a esas tortugas al borde de la extinción y entonces quiso evitar el dolor y el sufrimiento a sus descendientes.

Yo lamento que muera el último espécimen de una especie, pero tal vez George se coloca a la vanguardia de cierto ambientalismo radical, de la llamada ecología profunda, no muy lejos de las tesis de Les U. Knight, quien convencido de que la sobrepoblación humana es la causa de los males de nuestro planeta, ha fundado el Movimiento por la Extinción Voluntaria de la Humanidad (Voluntary Human Extinction Movement) con el lema: "Que tengamos una larga vida y luego nos extingamos" (May We Live Long and Die Out). El Movimiento de Knight asegura que "la lenta desaparición de la especie humana a través del cese voluntario de la procreación le permitirá a la biosfera terrestre recuperar la salud."

¿Qué dirías a todo esto, Solitario George? A mí me deja muy mal sabor de boca. La extinción de tu especie es triste y otra señal de alarma. Si lo que querías era darnos una lección y decirnos una vez más que algo no anda bien con el planeta, lo has conseguido.

Por un momento hasta he tenido el deseo de visitar las Galápagos, un viaje largo y complicado que no estaba en mis planes, pero desde la mesa de la cocina de mi casa pienso que sin ti esa visita ya no tendría sentido. No sé si es un consuelo saber que tuviste una larga vida. No lo sé porque tu muerte no es sólo la de un individuo. Adiós, Solitario George. Adiós, contigo, a otra especie.

5 de agosto de 2012

En busca de un nombre

Venía hacia mí. A unos metros de distancia su silueta de golpe me fue familiar. Alto, regordete, con su andar cansino, despreocupado, tal como era cuando lo conocí, en la universidad. Caminábamos en una avenida ancha, él de sur a norte, yo de norte a sur. Nos acercamos un poco más y de pronto su rostro, a pesar de mis ojos, fue nítido. Iba silbando, un tanto distraído, sin prisa por la acera.

Recordé de golpe todo lo que sabía de él, la música que escuchaba, los libros que leía, su interés por la historia, su erudición en la Revolución Francesa. Era él. Apenas había cambiado en tantos años. El mismo corte de pelo, casi al cero.

Vestía como solía hacerlo en los años universitarios: los pantalones vaqueros, la camisa a cuadros, los mocasines. Lo recordé todo de él, menos su nombre. Faltaba sólo un instante para que pasara a mi lado en la avenida y yo buscaba su nombre, me esforzaba, escarbaba en la memoria.

No fuimos buenos amigos, pero nos tratamos con familiaridad y confianza. Siempre fue educado, cortés. Convivimos, hablamos, discutimos, teníamos amigos comunes. Sabíamos nuestros nombres, quiénes éramos. Debimos de haber seguido tres o cuatro cursos juntos, ahora juraría que al menos uno de Ciencias Políticas y otro de Derecho, tal vez de Economía Política.

Pasó a mi lado en la avenida y yo lo miraba, esperaba que me reconociera. Nos hubiéramos saludado y conversado un momento. Tal vez nos hubiéramos preguntado cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos. ¿Tienes hijos? ¿Vives por aquí? ¿A qué te dedicas? Que te vaya bien, nos hubiéramos dicho.

Pasó a mi lado y acaso él no sólo ha olvidado mi nombre sino que tampoco me reconoció. Yo no le hablé porque no sabía su nombre. Pasó a mi lado tal vez sin verme y cada uno siguió su camino. Se hizo un hombre sin nombre. Después de tantos años la memoria guardó su rostro, su manera de vestir, algunos rasgos de su vida, pero no su nombre.

Seguí mi camino, no volví la mirada. No era necesario. Yo no quería hablar con él y no buscaba una silueta, yo buscaba un nombre. No lo he encontrado. La memoria es un misterio, un prodigio, una condición de vida, un laberinto caprichoso, un pozo oscuro y la fuente primaria de la identidad.

Sin la memoria, sólo seríamos cada instante, presencia efímera sin rastro, como una flor en el rosal o un pájaro en vuelo. Aquel suceso en la avenida no tendría la menor importancia si no fuera porque han pasado los días y aún sigo buscando, inventando, recordando un nombre.

4 de agosto de 2012

After shave

Una de las más asombrosas propiedades de la literatura es encontrarla ya escrita por otro tal como uno la imaginó, como a uno le hubiera gustado escribirla. A veces la literatura aparece nítida en la página de un libro escrito por otro y allí están las palabras que expresan nuestra emoción y nuestro pensamiento.


Las mañanas son la mejor hora del día para estas revelaciones, en particular mientras frente al espejo uno se unta la cara con crema de afeitar como un payaso. Uno piensa ráfagas deshilachadas de pensamientos trascendentes, reflexiones graves, versos sonoros, nebulosas verbales que deberían tomar su forma definitiva en una oración completa. Luego, un instante después, se van por el caño con el agua sucia de barba y crema de afeitar.

Entonces, en esa misma mañana, con la cara bien afeitada que todavía huele a loción, aparecen, con la expresión justa y lúcida, bella y completa, aquel verso, aquella idea que uno no escribió pero intuyó frente al espejo. 

Eso sucede de vez en cuando, pero a casi diario vuelve ese juego de miradas con el espejo, ese ocultar mi propio rostro de mi mirada con la crema que me da la apariencia de otro, que me hace otro por un momento, uno que conozco pero no siempre reconozco, uno que me dice cosas que me dolería decírmelas cara a cara.

Entonces, aquello no escrito, toma forma en las palabras de un poeta. Yo he pensado y sentido lo que Pedro Salinas le dice a Katherine Whitmore el 3 de marzo de 1933 sobre las propias cartas de amor que le escribía:

«[...] Me levanto pues, y el día me trae, como una luz, la iluminación sobre mi carta de hoy. Un momento fecundísimo en la elaboración espiritual de la carta es el de (sí, no te burles de mí) afeitarme. Fue siempre muy importante en mí: al afeitarme, en esa operación terrible en que el hombre tiene que enfrentarse consigo mismo a diario, cara a cara, arrostrar su mirada, y verse en un espejo trágico y grotesco a la par, con esa cara recién salida del sueño y esa espuma blanca por la faz, algo entre espectro de sí mismo y clown, se me han ocurrido siempre grandes cosas. Proyectos prácticos, poemas, novelas, soluciones o dificultades, no sé […]. Y lo curioso es que luego, en el taxi que me lleva a mi despacho, voy pensando en lo mismo y el color del día, el tono de luz, lo que veo por las calles, concurre todo al mismo punto. Pero luego pasa algo inesperado y siempre repetido, aunque sea paradójico, y es que al coger la pluma escribo otra cosa completamente distinta, inspirada por el instante, revelación súbita rayo del cielo. ¡Abajo se hunde toda la preparación!»

Yo debí haber escrito aquí de otra cosa. Salinas, imponente poeta, no deja de sorprenderme, de decirme mucho, en sus poemas y en sus cartas. Yo sé de qué habla el poeta. Lo he sentido frente al espejo y lo he vivido after shave esta mañana.