Sergio Pitol es un
maestro en el arte de mezclar con acierto y soltura sus recuerdos con el apunte
de un diario, el ensayo y la ficción, es decir, la experiencia y la memoria con
la escritura misma y la reflexión no exenta de imaginación.
En uno de esos
textos tan suyos como inclasificables, tanto que pareciera que inician un nuevo
género, común a unos cuantos escritores de varias nacionalidades cuyo otro
rasgo común sería la celebración de su amistad, en uno de ellos, “La lucha con
el Ángel”, Pitol cuenta una tarde de su vida en Varsovia, en la que aparece
plena y terrible su lucha entre la dedicación al trabajo, la traducción de
“Tatarak”, un cuento de Iwaszkiewicz, y la corrección de su libro Los climas, con sus demonios que lo
quieren llevar a la calle, a vivir la noche.
El propio Pitol habla
de esa lucha y recurre a una novela corta de Thomas Mann para decirnos que ese
conflicto que le aqueja con violencia lo han sufrido otros: el oscuro desgarramiento que aquejó a Tonio
Kröger, el combate entre la tentación del mundo y la soledad indispensable al
proceso de creación. Es decir, la apetencia del mundo y al mismo tiempo su
rechazo.
Pitol, en aquella
tarde en Varsovia, solo en su habitación del último piso del hotel Bristol,
trabaja, traduce, consulta el diccionario (un traductor es un hombre rodeado de
diccionarios dijo Octavio Paz). De pronto, se detiene, se prepara un
café. Mira por la ventana. Mejor aún, se fuga por la ventana: el espectáculo de la calle y el jardín era
atractivo e inquietante. Mira a la gente que pasea y se sienta en un banco,
mira a un grupo de muchachas, luego a unos muchachos e imagina historias, crea
una aventura y una pareja fugaz en su imaginación.
Afuera, en la calle,
está la vida y él tiene que traducir, revisar su libro. El conflicto florece en
toda su potencia: hacer una obra o vivir la vida. Trabajar toda la noche o
salir, ir al teatro, a una fiesta, recorrer bares y sitios, salir a vivir la
noche.
El propio Thomas Mann,
tan caro a Pitol, imaginó una noche de Schiller en “Hora difícil”, un relato en
el que el gran poeta, enfermo, con frío, con la cabeza revuelta, duda de su
talento, de la calidad de su trabajo, en un tormento que algo tiene de vanidad
y reflexión profunda sobre el sentido y alcance de sus desvelos.
Schiller, según Mann, en
una lucha consigo mismo, termina por despreciar el cansancio, el dolor y pone
el cuerpo y el alma en su poema: el
talento es una insatisfacción cuya habilidad no se crea ni se incrementa más
que a fuerza de tormento. Más todavía:
para los más grandes, para los más insatisfechos, el propio talento es el más
doloroso de los látigos… Es necesario trabajar. ¡Trabajar! Hasta que llegue
la luz del nuevo día, hasta concluir la obra continuar, seguir adelante, no
desfallecer: la obra es hija del sufrimiento.
Muchos años después,
cuando ya era Premio Cervantes y un hombre mayor, cuando ya había escrito casi
toda su obra como autor y traductor, Sergio Pitol seguía preocupado por la
dedicación a su trabajo.
Una tarde, en su casa
de Xalapa, me explicó su manera de ganar tiempo. En una pequeña agenda, en
donde otros anotan citas y cosas cotidianas por hacer, él llevaba el registro
de las horas que trabajaba por día, según una cuota y un plan draconiano. Con
frecuencia, trabajaba de más, de manera que tenía un superávit de muchas horas.
Así y sólo así podía regalarse horas de distracción y aun días de descanso.
La constancia y
dedicación de Sergio Pitol son dos de los atributos mayores de su talento. Y a
sus novelas, cuentos y ensayos, y esos textos de mixtura que para algunos son
lo mejor de su obra porque su talento alcanza una libertad de expresión que no
es común en los géneros cerrados, debemos agregar los libros traducidos y de
ninguna manera desdeñarlos o ponerlos en un cajón aparte.
Sergio Pitol ha sido
tan escritor y tan creativo en sus relatos como en sus traducciones, y las
novelas que ha traducido con fortuna son tan suyas como del autor. Traducir es
un acto generoso, un gesto de humildad, un reconocimiento por el trabajo de
otro que obliga a estar a la altura de lo mejor de uno mismo.
Un traductor es
alguien que se desvela, que desdeña vivir la noche, por seguir una a una, con
paciencia y sabiduría, con intuición poética, con conocimiento filológico, las
palabras que otro ha fijado en otra lengua. Por tanto, traducir, imaginar en la
propia lengua lo que otros han hecho en lenguas extranjeras, es un acto de
recreación muy cercano al acto de creación original y un ejercicio fascinante.
Un traductor es un
amigo de otros autores, de otras palabras, un descubridor de mundos, un soldado
al servicio de la literatura. Sergio Pitol ha ejercido el arte de la traducción
con la nobleza de un apostolado y el goce de una vocación. Ha hecho de la
traducción su segundo oficio, el otro lado de la moneda de su trabajo
literario.
Las páginas traducidas
por Sergio Pitol deben ser varias veces más numerosas que sus páginas de
creación, pero no hay nada que lamentar. En esa colección impresionante, que ha
vertido amorosamente, con impecable certeza y precisión, con cuidado y mesura y
buena fortuna, también está el escritor Sergio Pitol presente de cuerpo entero.
Pitol puede jactarse
de haber traducido, de sus lenguas originales a un español límpido, a un puñado
de autores indispensables como Chéjov, Austen, Lowry, Graves, Conrad, entre
otros. Bastaría uno sólo de esos títulos, Las
puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, para que Pitol merezca nuestro reconocimiento.
Ha puesto a nuestro alcance, y de qué manera, libros que de otro modo nos serían
inaccesibles.
Que a nadie le sorprenda que un nuevo premio
literario, uno que celebra la trayectoria de autores destacados en el arte de traducir,
lleve el nombre de Sergio Pitol.
13 de agosto de 2012
Sergio Pitol: un traductor
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