30 de septiembre de 2008

Un ejemplar de Virginia Woolf y el libro más caro del mundo

Algunas de las mejores cosas de la vida llegan a nuestras manos cuando no las buscamos, incluso cuando hemos dejado de anhelarlas. Otras, aparecen de pronto sin que la voluntad las procure o el pensamiento las evoque. Los días se distinguen por los pequeños hallazgos, cuya suma acaba por configurar, sin que nos demos cuenta, los rasgos esenciales de un devenir que casi nunca sabemos qué nos depara.

Del otro lado de una puerta está el amor, la amistad, una conversación trascendente, la respuesta, un objeto, un libro, cuya presencia y trato acabará por revelarnos quiénes somos. Un orden secreto, al que con frecuencia llamamos azar, nos acerca a lo que merecemos porque, de otra manera, tal vez ni advertiríamos su presencia, no comprenderíamos el bien que nos acecha.

Así llegó a mis manos un ejemplar con seis novelas de Virginia Woolf olvidado en un estante. El tiempo ha respetado su integridad, el color de sus páginas, la solidez de sus pastas bien encuadernadas, pero aún más lo han hecho los hombres porque en más de medio siglo apenas lo han tocado pero nunca lo han abierto. El papel fino de sus páginas inmaculadas me dice que no ha habido ojos que descifren sus palabras ni manos que lo mancillen por la frecuencia del trato.

No hay dedicatorias, huellas, marcas, manchas, mucho menos subrayados o dobleces. No guarda un boleto del Metro ni una tarjeta de presentación. Posee, en cambio, la dignidad de un tesoro encuadernado, la solidez vetusta de una pieza rara, y quitarle el polvo que lo cubre me parece la exhumación de un hallazgo arqueológico que encierra el placer de la lectura de obras no por conocidas menos deseadas.

En un instante hice dos pactos conmigo. No saldría de la librería de viejo sin mi ejemplar, y lo leería con la codicia del avaro, con la alegría del loco y la atención maravillada de un niño. Algo guardan esas páginas para mí, me dije, el orden secreto lo ha puesto en mis manos. Me lo llevé a casa por un precio razonable, es decir, por menos de lo que tenía en el bolsillo, casi nada comparado con los cien mil euros que cuesta el libro más caro y acaso el más bello del mundo, una pieza de museo de la que sólo habrá noventa y nueve ejemplares.

Se llama Michelangelo. La dotta mano (Miguel Ángel. La mano maestra), una obra digna del gran artista del Renacimiento de la editorial italiana FMR. Exquisita en sus materiales, papel de algodón hecho a mano fibra a fibra, mármol en la cubierta, y bocetos, cartas inéditas y fotografías que quitan el aliento. El trabajo supremo de artesanos sin par, el moribundo arte de la tipografía y la edición al servicio de un objeto que supera la categoría de lujo para erigirse como una obra de arte en sí misma.

Su gran formato y sus veinticuatro kilos, si fuera el caso, no me permitirían leerlo y mirarlo en el autobús hasta que me dolieran los ojos. No importa, tal vez el orden secreto me permita verlo en un museo, aquí o allá, mañana o pasado mañana. Me distraigo, divago.

Con el permiso de Miguel Ángel y la suprema belleza encuadernada, debo adentrarme en mi ejemplar, en Las olas, sumergirme en las palabras eléctricas y la sabiduría novelística, en la celebración de mi amor secreto por Virginia Woolf.

20 de septiembre de 2008

El último prodigio

Querido Jorge, querido Rafael:

Tal vez sea cierto el juicio temerario que divide en dos tradiciones la prosa y en particular la novela escrita en español: por un lado estarían los libros que siguen a Cervantes, es decir, los de prosa llana y directa; por otro, los que están en deuda con Quevedo, los barrocos, por llamarlos de algún modo. Yo no creo del todo en esta clasificación, y diré por qué: ustedes han escrito una novela quevedesca muy cervantina.

Si bien la escritura se abre paso con malabarismos verbales de altos vuelos, retruécanos de virtuosos, piruetas sintácticas y actos de asombroso malabarismo, que se corresponden con toda justicia poética con las maromas y sinrazones de un tal Magruta —que hoy sale a recorrer el mundo con su historia y del que puedo augurar que ganará fama en los siglos por venir—, la imaginación y el humor, el llamado a la razón en contra de la intolerancia y el fanatismo, la ignorancia sin fin de los fundamentalismos de cualquier color y naturaleza, son un regalo para el lector que comprende que la literatura no es evasión y que aun los divertimentos no son inocentes ni frívolos.

Ustedes han demostrado, una vez más, que no hace falta la gravedad para ser profundo, y que el humor es un don de la imaginación y de la inteligencia, un fin en sí mismo y un vehículo para decir lo que, de otra forma, sólo admite, y no siempre, el género de la tragedia. En esto son también herederos de Voltaire. La ironía y el sarcasmo, el humor que mana de la inteligencia y empieza en la carcajada y termina en la reflexión son las armas más poderosas de la crítica y la razón.

Querido Rafa y querido Jorge: su obra los rebasa. No se sorprendan si un día de estos un gato analiza su libro y les explica dos o tres cosas que ustedes han escrito y de las que no están del todo conscientes. Ese es el destino de todo verdadero novelista.

Cervantes por delante, un novelista escribe para encontrar, descubrir y nombrar lo que la vida cotidiana y el más pobre realismo nos ocultan. Hay cosas que sólo se pueden decir desde la literatura, decía Calvino, y decía bien. Hay cosas en su novela que no creo que pudieran contarse mejor de otra manera.

No menos asombroso es que hayan escrito a dos plumas, o dos teclados. Nos han dado una lección que rompe más de un mito y destruye la figura en el pedestal. El suyo es un ejercicio admirable de solidaridad, respeto, empeño y talento puestos al servicio de un proyecto común.

Si el azar y la imaginación ajena determinaban el capítulo siguiente que cada uno tenía que escribir (según mienten en su prólogo), un orden cósmico y magrutense o magrutoso o magruteico o magrutensemente o magrutamente o como se diga, logró una unidad ejemplar que les ha permitido ser uno, o dos, pero que ya no son los mismos de antes. Tanto, que ya son, acaso sin saberlo, como novelistas, por obra y gracia de su propia obra, oh prodigio, Jorge Bullé-Goyri y Rafael Brash.



(Saludo a Jorge Brash y Rafael Bullé-Goyri en la presentación de su novela Los prodigios de Isidoro Magruta, Colección Piedra Lunar, Editora del Gobierno del Estado de Veracruz, 2008)