31 de agosto de 2020

Bomarzo, un retrato y la verdad del algoritmo

Bomarzo, de Manuel Mujica Lainez, es una de esas novelas definitivas e inolvidables, uno de esos encuentros afortunados que un lector no olvida. Para mí fue uno de los grandes regalos de la literatura, uno que no cesaba de sorprenderme y estimular la imaginación; el placer de la lectura avanzaba implacable con la novela.

Mi lectura de Bomarzo me llevó a Bomarzo, al Bosque Sagrado de los Monstruos, una helada mañana de diciembre, en el Lacio, en Viterbo, a unos cien kilómetros de Roma. Bomarzo es un castillo y un bosque, y las esculturas y construcciones que ordenó construir el duque Pier Francesco Orsini en su propiedad para dar forma y volumen y consistencia a sus sueños y pesadillas, a las fantasías y monstruos que lo visitaban.

Mujica Lainez (he visto los dos apellidos con y sin tilde, en diversas fuentes y no sé cómo los escribía) publicó esta novela en Buenos Aires en 1962, y compartió en 1964 el premio Kennedy con Julio Cortázar, que había publicado Rayuela un año antes.

En una carta a su editor y amigo Francisco Porrúa del 27 de julio de 1964, Cortázar escribe que: «le voy a proponer a Manucho que hable con ustedes para hacer una edición conjunta de Bomarzo y Rayuela, con capítulos alternados y en papel biblia. No me negarás que es una idea. El libro se podría llamar Boyuela o si no Ramarzo.»

Parece que Salvador Dalí fue uno de los primeros visitantes de Bomarzo hacia 1950 (entonces semiabandonado); en cualquier caso uno de los primeros en dar noticia de ese parque singular. André Pieyre de Mandiargues publicó un libro, Les Monstres de Bomarzo, con fotografías de Glasberg, en 1957.

El punto es que Mujica Lainez visitó Bomarzo por única vez y por unas horas el 13 de julio de 1958, y la fascinación que el parque ejerció sobre su imaginación fue fulminante. Imaginó la vida de Pier Francesco Orsini, el duque contrahecho, creador de Bomarzo.

La novela es un alarde de erudición histórica y recreación del Renacimiento. Seguramente para documentar su novela (que algunos consideran histórica), Mujica Lainez vio y admiró en Venecia el retrato de un gentil hombre pintado por Lorenzo Lotto.

Por obra y gracia y magia de un novelista, en ejercicio de su plenos poderes de imaginar y recrear la realidad a través de la ficción, Mujica Lainez decidió que el «Retrato de un gentil hombre en su estudio, 1528» era ni más ni menos que Pier Francesco Orsini, y comenta y describe en su novela características y peculiaridades del cuadro que incorpora como atributos o elementos propios del personaje y la trama. La realidad es una estupenda fuente para recrear desde la ficción.

La doctora Sandra Álvarez, que es tal vez la persona que más sabe sobre Bomarzo entre nosotros, consigna en una tesis la descripción que la Galería de la Academia de Venecia hace del retrato del gentil hombre: «El sujeto es capturado mientras levanta la vista de su lectura: la palidez de su rostro emergiendo desde la oscuridad revela intensidad psicológica. Los pétalos de rosa, el anillo, las cartas y la pequeña lagartija sobre la mesa aluden a la fragilidad de la vida, y probablemente, a un amor perdido.»

Es decir, nada nos lleva a concluir que se trata de Pier Francesco Orsini. La novela histórica goza de un prestigio, de un aura de realidad y aún de verdad: si está escrito en la novela debe de ser cierto, suele ser la conclusión del lector un tanto ingenuo. La verdad literaria o novelesca no tiene por qué ser la verdad histórica, pero a veces pareciera más verdadera, sobre todo si faltan fuentes históricas.

Manuel Mujica Láinez va a imponer una verdad literaria, de ficción, sobre la verdad histórica. Escribió que ese cuadro representa a Pier Francesco Orsini, su personaje, y muy probablemente así será para los futuros lectores y curiosos que se interesen por su figura y su historia.

La novela es el documento que da valor histórico a ese retrato como una representación del señor de Bomarzo. Wikipedia, cuya importancia como primera fuente es cada día mayor (y con frecuencia la única), ya publica en la entrada de Pier Francesco Orsini, sin la menor reserva o duda, una foto del cuadro de Lotto como un retrato del duque.

Mi amigo Félix, otro entusiasta de Bomarzo, me explica que la verdad de Wikipedia y otras fuentes de internet se impondrá por el algoritmo (que acabará por ser omnipresente y poderoso como lo fue el Espíritu Santo) de los motores de búsqueda, de Google y otros.

Al tener un mayor número de vistas y de citas en diversos textos incluso académicos, se impondrá  como una verdad literaria por sobre la verdad histórica o pictórica: Lorenzo Lotto no pintó a Pier Franceso Orsini, pero este detalle acabará por no tener la menor importancia. La verdad histórica no aparecerá en la pantalla (al menos no entre las páginas más vistas y consultadas) de los curiosos que busquen información en internet y por lo tanto no será reconocida, e incluso podría pasar por sospechosa y embustera.

Así, llegará el  día en que todos, académicos, expertos, legos y autoridades, bajo el régimen del algoritmo, consideren el cuadro del gentil hombre como la mismísima representación de Pier Francesco Orsini gracias a la astucia novelesca de Mujica Lainez.

Ese será el triunfo de la literatura (y del algoritmo) sobre la historia. En este caso, el malentendido es poco más que una anécdota, pero la mesa está puesta para el desconcierto y la confusión en otros casos de mayor relevancia histórica.

30 de agosto de 2020

Siestas

No suelo dormir la siesta. El ritmo de vida en la gran ciudad no lo permite, pero recuerdo que luego de una siesta ocasional despertaba de mal humor, y sobre todo somnoliento, con un letargo que me costaba mucho superar.

Pero en tiempos de la pandemia, si las obligaciones no lo impiden, la siesta es tan seductora que es muy difícil resistirse, sobre todo si la comida fue copiosa y durante la noche tuve insomnio.

No sé si la siesta sea una costumbre (por así llamarla) española, aunque el nombre viene de la hora sexta romana, que corresponde al mediodía.

Sé de un abogado que sale de su despacho con aquella impecable puntualidad de los trenes ingleses, toma una comida abundante y se retira a dormir la siesta, con pijama, en su cama, entre las sábanas. Veinticinco minutos después (como si llegara otro tren) despierta y vuelve a trabajo con ímpetu admirable y de excelente humor.

Por alguna razón me inclino a considerar que, si habrá siesta, es mejor descansar en el sofá, como si el sueño fuera más provisional, ligero, una travesura que se pasara en unos minutos, acechado por una sensación de holgazanería no exenta de culpa.

Después de comer, y en los días calurosos la siesta es una tentación, o un malestar, un sufrimiento. De hecho, dormir unos minutos se vuelve una necesidad imperativa de la que no es posible escapar.

He visto a gente dormir en las más diversas condiciones simplemente porque se les cerraban los ojos a media tarde. Hace un par de años vi a un director general, con malasangre, tomarle una foto a un subgerente mientras dormía en su sillón, en su oficina, babeando, con la boca abierta, con el fin de usarla en su contra cuando hiciera falta, que fue muy pronto.

He visto a gente dormir la siesta inclinada sobre el volante de su coche, en las funciones vespertinas en los cines, en el césped y las bancas de los parques. Mucha gente se adormece o se duerme en el metro, en los autobuses, en posiciones increíbles, incluso de pie, y a veces pareciera que alguno podría acabar desnucado con la violencia de los movimientos de su cabeza al frenar o arrancar.

Al parecer, hay consenso sobre lo reparador y estimulante que es el sueño de una siesta, y también sobre la pertinencia de su brevedad: treinta minutos parece ser el tiempo ideal de la siesta perfecta.

En la tarde del domingo he despertado de una siesta tan gratificante, de un sueño tan profundo, que diría que apenas cerré los ojos un minuto; no fue así. Me digo que pude haber hecho otras cosas, lo que suele llamarse aprovechar el tiempo, pero Morfeo me concedió un sueño (el acto de soñar) que me mantendrá ocupado y despierto muchas horas. El sueño era una segunda vida para Gérard de Nerval. Así lo creo ahora. Y pienso con extrañeza que los antiguos no tuvieran un dios para celebrar la siesta.

29 de agosto de 2020

Las monedas del mendigo

A la salida de la rampa del estacionamiento subterráneo de un pequeño centro comercial, un mendigo en silla de ruedas extiende un vaso alto de plástico para recibir unas monedas de los automovilistas que salen a la calle.

Al mendigo le falta la pierna derecha. Debe estar cerca de los cincuenta, y lo he visto en su silla y en ese sitio estratégico desde hace por lo menos diez años. La silla está provista de un posavasos para la bebida del mendigo, tiene un equipo de música, casi siempre a buen volumen, y un quitasol, con los que se hace más ligeras las largas horas laborales.

Ahí mismo, muy cerca de la esquina, se detienen los taxis que aguardan a los usuarios del centro comercial, y ahí mismo está la parada de autobuses que van, entre otras rutas, a la estación del metro más cercana. Así que es un sitio por el que pasa y se detiene mucha gente, pero el mendigo se concentra en los automovilistas que salen del estacionamiento.

También está muy cerca un puesto callejero de dulces, y un carrito de paletas y helados, y a veces otro de papas fritas. El mendigo conversa y tiene tratos con todos los vendedores, pero sobre todo con los chicos que se ofrecen a lavar el parabrisas de los coches que se han detenido en el semáforo de esa esquina. Ellos son sus amigos, sus compañeros en su marginación social, colegas que trabajan en la misma esquina.

Con el tiempo me he dado cuenta de que tiene una rutina, un horario, quizá una cuota de su ingreso diario. No está muy de mañana, y por las tardes se retira temprano. Tampoco se le ve si hay lluvia o mucho viento.

Supongo que debe vivir muy cerca de su esquina. Tal vez alguien lleva silla hasta su sitio de trabajo, que es un lugar muy bien elegido. Y tal vez alguien va por él y lo lleva a casa. Lo he visto por tantos años, que lo suyo es un empleo, una situación normalizada, una forma de vida que puede durar muchos años más, pero, claro, de la que no podrá jubilarse. No se ve sucio ni enfermo ni desnutrido. Al contrario, su ropa modesta se ve limpia y lleva el cabello siempre corto, arreglado, al igual que un bigote delgado y bien recortado.

Su actitud no es como la del mendigo de cuento "El otro", de Rubem Fonseca, que persigue y acosa a un hombre para que le dé dinero con urgencia, desesperado... No es el más pobre ni el más necesitado de la ciudad. Su modo de operar no podría ser más sencillo. Levanta el vaso al paso de los coches. No dice que sufre, ni pide por el amor de Dios, ni amenaza, ni ofrece bienaventuranzas ni maldiciones. No dice nada. Sólo levanta el vaso. Eso es todo. Supongo que ha llegado al silencio y la sencillez después de una larga experiencia profesional.

Hay miles como él en mi ciudad, en las ciudades del mundo, pero a este lo veo cada que salgo del supermercado o cuando bajo a abordar un autobús. Y creo que cada vez me pregunto si debo darle algunas monedas, y más todavía, me pregunto si tendría que estar en la calle pidiendo dinero.

Nadie tendría que pedir dinero en la calle, debería estar en un empleo o en su casa, pero dadas las condiciones, mi punto es si debo darle dinero; si la respuesta es afirmativa, cuánto y con qué frecuencia. Le he dado dinero de vez en cuando durante años, y no me pregunto si hago lo correcto. Sé que le doy lo que a mí me sobra. 

Pero si voy a darle dinero, no podría fijar una cuota mensual y entregarle un cheque a fin de mes. Una cantidad, por pequeña que sea, sería una forma de compromiso, de patrocinio, de ayuda y acallar cierto malestar que vuelve una y otra vez.

Cada vez que lo veo me pregunto si debo dejarle unas monedas, y cuántas. Es algo que he pensado desde hace mucho tiempo, y no acabo de encontrar una solución al punto. Lo cierto es que darle unas monedas al mendigo no termina con el problema, no acalla ninguna conciencia ni satisface nada ni cubre mi cuota de buena acción del día. Vuelve siempre ese malestar que no termina al darle unas monedas, pero tampoco se acalla si no lo hago.