29 de agosto de 2020

Las monedas del mendigo

A la salida de la rampa del estacionamiento subterráneo de un pequeño centro comercial, un mendigo en silla de ruedas extiende un vaso alto de plástico para recibir unas monedas de los automovilistas que salen a la calle.

Al mendigo le falta la pierna derecha. Debe estar cerca de los cincuenta, y lo he visto en su silla y en ese sitio estratégico desde hace por lo menos diez años. La silla está provista de un posavasos para la bebida del mendigo, tiene un equipo de música, casi siempre a buen volumen, y un quitasol, con los que se hace más ligeras las largas horas laborales.

Ahí mismo, muy cerca de la esquina, se detienen los taxis que aguardan a los usuarios del centro comercial, y ahí mismo está la parada de autobuses que van, entre otras rutas, a la estación del metro más cercana. Así que es un sitio por el que pasa y se detiene mucha gente, pero el mendigo se concentra en los automovilistas que salen del estacionamiento.

También está muy cerca un puesto callejero de dulces, y un carrito de paletas y helados, y a veces otro de papas fritas. El mendigo conversa y tiene tratos con todos los vendedores, pero sobre todo con los chicos que se ofrecen a lavar el parabrisas de los coches que se han detenido en el semáforo de esa esquina. Ellos son sus amigos, sus compañeros en su marginación social, colegas que trabajan en la misma esquina.

Con el tiempo me he dado cuenta de que tiene una rutina, un horario, quizá una cuota de su ingreso diario. No está muy de mañana, y por las tardes se retira temprano. Tampoco se le ve si hay lluvia o mucho viento.

Supongo que debe vivir muy cerca de su esquina. Tal vez alguien lleva silla hasta su sitio de trabajo, que es un lugar muy bien elegido. Y tal vez alguien va por él y lo lleva a casa. Lo he visto por tantos años, que lo suyo es un empleo, una situación normalizada, una forma de vida que puede durar muchos años más, pero, claro, de la que no podrá jubilarse. No se ve sucio ni enfermo ni desnutrido. Al contrario, su ropa modesta se ve limpia y lleva el cabello siempre corto, arreglado, al igual que un bigote delgado y bien recortado.

Su actitud no es como la del mendigo de cuento "El otro", de Rubem Fonseca, que persigue y acosa a un hombre para que le dé dinero con urgencia, desesperado... No es el más pobre ni el más necesitado de la ciudad. Su modo de operar no podría ser más sencillo. Levanta el vaso al paso de los coches. No dice que sufre, ni pide por el amor de Dios, ni amenaza, ni ofrece bienaventuranzas ni maldiciones. No dice nada. Sólo levanta el vaso. Eso es todo. Supongo que ha llegado al silencio y la sencillez después de una larga experiencia profesional.

Hay miles como él en mi ciudad, en las ciudades del mundo, pero a este lo veo cada que salgo del supermercado o cuando bajo a abordar un autobús. Y creo que cada vez me pregunto si debo darle algunas monedas, y más todavía, me pregunto si tendría que estar en la calle pidiendo dinero.

Nadie tendría que pedir dinero en la calle, debería estar en un empleo o en su casa, pero dadas las condiciones, mi punto es si debo darle dinero; si la respuesta es afirmativa, cuánto y con qué frecuencia. Le he dado dinero de vez en cuando durante años, y no me pregunto si hago lo correcto. Sé que le doy lo que a mí me sobra. 

Pero si voy a darle dinero, no podría fijar una cuota mensual y entregarle un cheque a fin de mes. Una cantidad, por pequeña que sea, sería una forma de compromiso, de patrocinio, de ayuda y acallar cierto malestar que vuelve una y otra vez.

Cada vez que lo veo me pregunto si debo dejarle unas monedas, y cuántas. Es algo que he pensado desde hace mucho tiempo, y no acabo de encontrar una solución al punto. Lo cierto es que darle unas monedas al mendigo no termina con el problema, no acalla ninguna conciencia ni satisface nada ni cubre mi cuota de buena acción del día. Vuelve siempre ese malestar que no termina al darle unas monedas, pero tampoco se acalla si no lo hago.