30 de agosto de 2020

Siestas

No suelo dormir la siesta. El ritmo de vida en la gran ciudad no lo permite, pero recuerdo que luego de una siesta ocasional despertaba de mal humor, y sobre todo somnoliento, con un letargo que me costaba mucho superar.

Pero en tiempos de la pandemia, si las obligaciones no lo impiden, la siesta es tan seductora que es muy difícil resistirse, sobre todo si la comida fue copiosa y durante la noche tuve insomnio.

No sé si la siesta sea una costumbre (por así llamarla) española, aunque el nombre viene de la hora sexta romana, que corresponde al mediodía.

Sé de un abogado que sale de su despacho con aquella impecable puntualidad de los trenes ingleses, toma una comida abundante y se retira a dormir la siesta, con pijama, en su cama, entre las sábanas. Veinticinco minutos después (como si llegara otro tren) despierta y vuelve a trabajo con ímpetu admirable y de excelente humor.

Por alguna razón me inclino a considerar que, si habrá siesta, es mejor descansar en el sofá, como si el sueño fuera más provisional, ligero, una travesura que se pasara en unos minutos, acechado por una sensación de holgazanería no exenta de culpa.

Después de comer, y en los días calurosos la siesta es una tentación, o un malestar, un sufrimiento. De hecho, dormir unos minutos se vuelve una necesidad imperativa de la que no es posible escapar.

He visto a gente dormir en las más diversas condiciones simplemente porque se les cerraban los ojos a media tarde. Hace un par de años vi a un director general, con malasangre, tomarle una foto a un subgerente mientras dormía en su sillón, en su oficina, babeando, con la boca abierta, con el fin de usarla en su contra cuando hiciera falta, que fue muy pronto.

He visto a gente dormir la siesta inclinada sobre el volante de su coche, en las funciones vespertinas en los cines, en el césped y las bancas de los parques. Mucha gente se adormece o se duerme en el metro, en los autobuses, en posiciones increíbles, incluso de pie, y a veces pareciera que alguno podría acabar desnucado con la violencia de los movimientos de su cabeza al frenar o arrancar.

Al parecer, hay consenso sobre lo reparador y estimulante que es el sueño de una siesta, y también sobre la pertinencia de su brevedad: treinta minutos parece ser el tiempo ideal de la siesta perfecta.

En la tarde del domingo he despertado de una siesta tan gratificante, de un sueño tan profundo, que diría que apenas cerré los ojos un minuto; no fue así. Me digo que pude haber hecho otras cosas, lo que suele llamarse aprovechar el tiempo, pero Morfeo me concedió un sueño (el acto de soñar) que me mantendrá ocupado y despierto muchas horas. El sueño era una segunda vida para Gérard de Nerval. Así lo creo ahora. Y pienso con extrañeza que los antiguos no tuvieran un dios para celebrar la siesta.