21 de julio de 2014

Shakespeare y la joroba de Ricardo III

Un adagio, tal vez irlandés, dice que un escritor no debe permitir que la realidad le arruine un buen relato, y no debe ceder ante la Historia si ésta le echa a perder su cuento: en literatura, la verdad histórica no debe ser el referente de la ficción.

Yo repito esta sentencia con absoluta convicción a los noveles autores que me acompañan en las aulas. Los invito a que cambien el orden de algunos hechos, el arma homicida, el lugar, el veneno, la hora, la ciudad, el móvil, el contexto, si al hacerlo consiguen darle fuerza a su argumento: «Mientan, mientan literaria e impunemente», les digo, «de cualquier manera acabarán por contar la verdad.»

La conveniencia de esa máxima se confirma gracias a un príncipe del drama y un rey de verdad. Una investigación de la Universidad de Cambridge (si se tratase de una pequeña y desconocida, yo sugeriría que en una novela se atribuyera la investigación a una universidad famosa para darle más crédito y relieve al descubrimiento; ¿me sigue, amable lector?), publicada en mayo de 2014 en la prestigiada revista médica The Lancet, dice que encontraron los restos de Ricardo III bajo... ¡un estacionamiento en Leicester! (Uf, ¡qué ordinario! A veces la verdad parece mentira.) 

Una vez confirmada más allá de toda duda razonable la real identidad del esqueleto (pruebas de carbono, ADN, etc., cotejadas con lejanos descendientes), se ha sabido que Ricardo III tenía la columna vertebral debilitada, pero no le sobresalía de manera obvia, y aunque padecía escoliosis, la desviación no se corresponde con la de un jorobado.

Más todavía, crónicas de su tiempo hablan de un hombre bien plantado, de un individuo activo, de un personaje bien parecido y esbelto. Sólo falta que alguien venga y nos diga que uno de los grandes villanos del teatro isabelino era un hombre humilde y modesto que aspiraba a la santidad.

Así que Ricardo III no cojeaba y no estaba rotundamente jorobado y sus males no le impidieron pelear (fue el último rey inglés que murió por sus heridas en una batalla). Más aún: resulta que la imagen deforme y mutilada, corcovada de nacimiento, la que todos esperamos en cualquier escenario del Ricardo cruel y ambicioso sin escrúpulos, vengativo, criminal, sediento de poder, dispuesto a hacer cualquier cosa para sentarse en el trono, ¡es un invento de… Shakespeare!

¿Por qué Shakespeare deformó a Ricardo III en su obra? Tal vez porque lo leyó en una crónica de Tomas Moro, lo imaginó o lo escuchó en una taberna. Lo importante es la lección del dramaturgo: ese hombre envilecido, ese monstruo, encarnaría mejor el mal en una figura contrahecha (aun no eran tiempos de la corrección política, y dramáticamente es innegable el acierto).

Cuatrocientos veinte años después de la escritura de la obra, la ciencia y la Historia vienen a decirnos que el rey no era como el personaje. El dramaturgo mintió para contar mejor su historia. Lo suyo era hacer teatro.

La verdad histórica no es la verdad literaria, y sospecho que Shakespeare ya sabía que, a cualquier precio, un autor no debe permitir que la Historia arruine al protagonista de una buena tragedia.  

1 de julio de 2014

La tarde se llueve

I
La tarde
se llueve
hasta el olvido.
De tanto vivirla
ya no la sentimos.
Cansada de llorarse
habitamos su gemido,
vacía de sí misma
se duerme como un niño.
En silencio la miro
y tú sigues conmigo
eterna como un río.



II
La tarde se llueve.
Se vacía, se derrama.
Su estruendo es un lamento.
Cómo llueve, te digo.
Asientes. En silencio,
estás a solas, contigo.
Se va la tarde como un río.
Miro por la ventana, con sigilo.
La tarde al fin, seca de lluvia,
de sí misma, gota a gota,
se duerme como un niño.
Enciendo la luz. Asombro.
Cuando vuelvo la mirada
-sigues en ti, callada, conmigo-
siento que ha pasado un siglo.