Un adagio, tal vez irlandés, dice que un escritor no debe permitir que la realidad le arruine un
buen relato, y no debe ceder ante la Historia si ésta le echa a perder su
cuento: en literatura, la verdad histórica no debe ser el referente de la ficción.
Yo repito esta sentencia con absoluta convicción
a los noveles autores que me
acompañan en las aulas. Los invito a que cambien el orden de algunos hechos, el arma homicida, el lugar, el veneno, la
hora, la ciudad, el móvil, el contexto, si al hacerlo consiguen darle fuerza a
su argumento: «Mientan, mientan literaria e impunemente», les digo, «de cualquier manera acabarán por contar la verdad.»
La conveniencia de esa máxima se confirma gracias a un príncipe del drama y un rey de verdad. Una investigación de la Universidad de Cambridge
(si se tratase de una pequeña y desconocida, yo sugeriría que en una novela se
atribuyera la investigación a una universidad famosa para
darle más crédito y relieve al descubrimiento; ¿me sigue, amable lector?), publicada en mayo de 2014 en la prestigiada revista médica The Lancet, dice que encontraron los
restos de Ricardo III bajo... ¡un estacionamiento en Leicester! (Uf, ¡qué
ordinario! A veces la verdad parece mentira.)
Una vez confirmada más allá de toda duda razonable
la real identidad del esqueleto (pruebas de carbono, ADN, etc., cotejadas
con lejanos descendientes), se ha sabido que
Ricardo III tenía la columna vertebral debilitada, pero no le sobresalía de
manera obvia, y aunque padecía escoliosis, la desviación no se corresponde con la
de un jorobado.
Más todavía, crónicas de su tiempo hablan
de un hombre bien plantado, de un individuo activo, de un personaje bien
parecido y esbelto. Sólo falta que alguien venga y nos diga que uno de los
grandes villanos del teatro isabelino era un hombre humilde y modesto que
aspiraba a la santidad.
Así que Ricardo III no cojeaba y no
estaba rotundamente jorobado y sus males no le impidieron pelear (fue el último rey inglés que murió por sus heridas en una batalla). Más aún: resulta que la imagen deforme y mutilada, corcovada de nacimiento,
la que todos esperamos en cualquier escenario del Ricardo cruel y ambicioso sin
escrúpulos, vengativo, criminal, sediento de poder, dispuesto a hacer cualquier
cosa para sentarse en el trono, ¡es un invento de… Shakespeare!
¿Por qué Shakespeare deformó a Ricardo
III en su obra? Tal vez porque lo leyó en una crónica de Tomas Moro, lo imaginó o lo escuchó en una
taberna. Lo importante es la lección del dramaturgo: ese hombre
envilecido, ese monstruo, encarnaría mejor el mal en una figura contrahecha (aun
no eran tiempos de la corrección política, y dramáticamente es innegable el acierto).
Cuatrocientos veinte años después de la escritura
de la obra, la ciencia y la Historia vienen a decirnos que el rey no era como el
personaje. El
dramaturgo mintió para contar mejor su historia. Lo suyo era hacer teatro.
La verdad histórica no es la verdad literaria, y sospecho que Shakespeare ya sabía que, a
cualquier precio, un autor no debe permitir que la Historia arruine al
protagonista de una buena tragedia.