11 de septiembre de 2012

La obra maestra, la perfección, el olvido

La obra de un escritor, la suma de sus libros, lo que suele llamarse con una pretensión patética las “obras completas”, con frecuencia son páginas escritas arrancados a la indolencia, tuteladas por el insomnio, la abominable sed de la fama, el esquivo brillo del oro e incluso, de vez en cuando, por la necesidad genuina de fijar en palabras aquello que bulle en la imaginación o arde en el pecho. 

Todos los autores, sin excepción, tienen una lista secreta que no cesa de cambiar y actualizarse con los nombres de los libros que no escribirán jamás, y saben bien que a algunos de esos libros han renunciado mucho antes de que les llegue su última hora. 

Los libros que sobreviven a su autor no tienen un lugar garantizado en la memoria de los lectores por el hecho de ocupar un sitio en los anaqueles de las bibliotecas, de ellos sólo puede decirse que no fueron destruidos ni los calcinó el fuego ni han sido devorados por los efectos devastadores del paso del tiempo. 

La desaparición de los libros es una de las constantes de la historia y una tarea que los hombres realizan con el mismo empeño con que se esfuerzan en escribirlos. Quemar y saquear bibliotecas, mutilar y falsear documentos es tan común que podría estar sucediendo en alguna parte del mundo mientras escribo estas palabras.

De Epicuro ha sobrevivido una parte muy pequeña de sus escritos, pero lo suficiente para que tengamos mucho que aprender de su pensamiento y sigamos discutiendo su filosofía. Virgilio, al final de su vida, estaba tan insatisfecho con la Eneida, que pidió a Augusto autorización para quemar el portentoso poema. El emperador se negó, por supuesto, y Hermann Broch ha contado con grandeza esa historia en La muerte de Virgilio. La vanidad y la autocrítica, casi siempre lamentables, son más dañinas para los documentos originales, ya sean tablillas, manuscritos o archivos informáticos, que las plagas, los enemigos y el fuego. Kafka también pidió que su obra fuese destruida. 

Aventuro que Virgilio y Kafka tenían en común algo más profundo, la convicción secreta de que sus respectivas obras, a las que consagraron su enorme talento durante los mejores años de su vida, no deberían sobrevivirles porque fueron hechas con doloroso esfuerzo para satisfacción y goce personal de su autor. 

¿Para qué querría Virgilio que sobreviviera la Eneida si fue compuesta para que él hiciera y rehiciera una y otra vez los versos en busca de la perfección absoluta? Si él ya no podía gozar de los placeres del verso, ¿para qué conservarlos? ¿Para qué querría Kafka que sobreviviera El proceso si sólo fue escrito para darle forma a su imaginación y llenar de sentido su vida a través de su escritura?

El buen juicio sobre la propia obra no suele ser un atributo común entre los más grandes. La opinión de los autores sobre sus libros no suele ser la definitiva. El primer problema es el ego y  apenas he conocido a alguno que no rezume vanidad. (El día que conocí a  Jean-Marie Gustave Le Clézio, premio Nobel de Literatura en 2008, más que su español casi impecable o su conocimiento de la historia de México, en particular de Michoacán, me impresionó su modestia absoluta, profunda y sincera. No creo que me sea dado conocer otro caso similar.) 

Entre los que estaban del todo desorientados con la dimensión y alcance de su obra, ninguno como Cervantes, que murió convencido que su gran obra era la última novela, Los trabajos de Pérsiles y Sigismunda y Don Quijote de la Mancha no pasaba de ser una buena parodia de los libros de caballerías. Tal vez sea cierto que Cervantes no supo lo que hizo y no tuvo conciencia de lo que Don Quijote representa para el imaginario literario del mundo, además de ser un caso único por los descuidos, olvidos y yerros de un autor. Cervantes es inmortal en su gran novela a pesar de sí mismo.

¿Habrá la humanidad olvidado a un  genio? ¿Habremos dejado en el olvido, como insistía Borges que es el destino de los libros, a algún gran autor? Tal vez no, pero no son pocos los casos en que los volúmenes solemnemente encuadernados de algún autor se quedarán en los anaqueles de las bibliotecas aún después de que lo olvide el último de sus lectores.

¿Qué numen, qué dios, elige y salva obras y condena otras al olvido? ¿Quién es el gran editor invisible que alarga o acorta la vida humana y sensible de los libros? El gusto literario lo conforman las casas editoras, el mercado, los profesores y los sabios, los críticos y los lectores que celebran y leen las obras o las condenan al olvido y por lo tanto a su desaparición.

¿Cuál es la razón oculta que a fin de cuentas decide cuáles se salvan y cuáles no? Tenemos obras maestras inconclusas, defectuosas, que celebramos y veneramos, y libros fríos, rígidos, que desdeñamos en su perfección. Hay obras acabadas, redondas, que no dicen nada. Hay libros imperfectos, inacabados, que son obras maestras. El siglo XX fue pródigo en éstos. Pensemos en las obras de Kafka, Joyce, Musil, Proust.