14 de noviembre de 2012

El México de Le Clézio

Es un hombre alto, erguido, rubio, con el cabello muy corto, de rostro anguloso y gesto adusto en el que aparece y se esfuma en seguida una sonrisa. Su aspecto es distinguido y juvenil a sus setenta años, su trato cortés, sus movimientos suaves, serenos. Aun así, no es difícil adivinar su timidez, se nota que le pesa sobrellevar la celebridad.

Se llama Jean-Marie Gustave Le Clézio, obtuvo en 2008 el premio Nobel de Literatura (al que le resta importancia: «todos los premios son iguales») y es digno de reconocimiento al menos por otros dos hechos notables, al margen de su literatura: ha escrito sobre los pueblos y culturas originarios de México y su historia con una mirada singular y atenta, por lo que es una pena que entre nosotros sea tan mal conocido y menos leído. El segundo hecho es un hallazgo invaluable: he descubierto que es el escritor menos engreído y vanidoso del mundo.

Lejos de hablar de sí mismo y de su obra, a Le Clézio le gusta hablar de las lenguas minoritarias y del peligro de que desaparezcan, en cualquier parte del mundo («no sólo en México, en Bretaña, en Francia, también hay lenguas que se están muriendo»).

Dice con absoluta claridad, ya sea en francés o en inglés o en español, que sin educación no hay futuro (y ésta debe ser bilingüe o trilingüe) y que cada ser humano con su cultura, su condición particular e individual, acarrea un beneficio para su comunidad, la enriquece, por lo tanto debe ser respetado en su identidad, en su forma de hablar, en sus lenguas, sus culturas. Está convencido de que es necesario favorecer las relaciones interculturales porque la multiculturalidad no es suficiente, no basta que las culturas vivan una junto a la otra, es necesaria la comunicación y el intercambio, el diálogo entre las culturas.

Le Clézio es un escritor y viajero asombrado por el mundo, abierto a las culturas y geografías, interesado en los pueblos y sus conflictos, sus cambios, sus pérdidas. Nació en Niza, Francia, en 1940, hijo de un médico inglés y de una bretona.

Pasó parte de su infancia en África (El africano es un libro de memorias de la infancia tan bello e intenso como breve), se educó en Inglaterra y Francia y luego se marchó a la isla Mauricio (además de la francesa tiene la nacionalidad mauriciana), a la que había emigrado en el siglo XVIII una rama de su familia.

El gobierno francés lo envió a Tailandia, pero fue expulsado de allí por denunciar la prostitución infantil. Entonces lo mandaron a trabajar en el Instituto Francés de América Latina en la ciudad de México. Ese día cambió su vida. Si su primer contacto fue accidental, quedarse muchos años fue su elección. Para conocer el país empezó por leer las crónicas de Bernal Díaz del Castillo y recorrerlo de punta a punta.

«Todavía no acabo de conocer a México, para mí es un país misterioso que tiene tantas formas, caras, idiomas y maneras de pensar. Es el país de la aventura total» Vivió algunos años en Michoacán, aprendió lenguas e historia con la tutela del notable historiador Luis González y González. Luego se marchó a otros países, pero no deja de regresar a México, vuelve sigiloso y con el asombro intacto.

Le Clézio es uno más de los escritores franceses que han venido a México. Una lista intensa más que exhaustiva da cuenta de la fascinación que un país como un surtidor de culturas puede animar en espíritus inquietos: André Breton, Antonin Artaud, Benjamin Péret, André Pieyre de Mandiargues, Serge Gruzinski, Philippe Ollé-Laprune o Jean Meyer (gran amigo de Le Clézio), también estuvieron o aún están aquí y han escrito sobre este país.

No son pocas las páginas que J. M. G. Le Clézio (así firma) ha dedicado a México, la identidad amerindia, las marcadas etapas de nuestra historia. Dos títulos entre otros: La conquista divina de Michoacán El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (Fondo de Cultura Económica) y trabaja en un ensayo sobre tres escritores fundamentales para él: Sor Juana Inés de la Cruz, Luis González y González y Juan Rulfo, al que considera el mejor novelista del siglo XX.

Lo veo como a un amigo, y no me refiero a esa palabra con intención amable con que se saluda al turista extranjero, no a la expresión correcta y diplomática, me refiero al que vive y busca disolverse como uno más entre nosotros, al que se interese por nuestra historia.

«No soy un historiador, soy un novelista, no sirvo para otra cosa», dice, pero conoce bien el vínculo estrecho que hay entre la imaginación literaria y la verdad histórica: no puede concebir al mundo sin Historia ni historias, en especial porque los escritores son parte verdadera de la dimensión humana: no inventan, su tarea es relatar todo lo que han percibido: «El escritor es un testigo, un contador y, a veces, un mentiroso...

»Al encontrar la historia en México, hallé una dimensión que no existe en Europa: en México la historia está viva, se percibe como un elemento vivo y dinámico todos los días. Ser historiador en México significa algo totalmente diferente a serlo en Europa: donde la historia es algo distante, es una ciencia. En México, la historia tiene mucho más que ver con la fe o con el ser profundo de los seres humanos». Sí, para vernos en un ligero escorzo, al margen de su otra literatura, es necesario leer a Le Clézio.