Es un hombre alto, erguido, rubio, con el cabello muy corto,
de rostro anguloso y gesto adusto en el que aparece y se esfuma en seguida una
sonrisa. Su aspecto es distinguido y juvenil a sus setenta años, su trato
cortés, sus movimientos suaves, serenos. Aun así, no es difícil adivinar su
timidez, se nota que le pesa sobrellevar la celebridad.
Se llama Jean-Marie
Gustave Le Clézio, obtuvo en 2008 el premio Nobel de Literatura (al que le
resta importancia: «todos los premios son iguales») y es digno de
reconocimiento al menos por otros dos hechos notables, al margen de su
literatura: ha escrito sobre los pueblos y culturas originarios de México y su
historia con una mirada singular y atenta, por lo que es una pena que entre
nosotros sea tan mal conocido y menos leído. El segundo hecho es un hallazgo
invaluable: he descubierto que es el escritor menos engreído y vanidoso del
mundo.
Lejos de hablar de sí mismo y de su obra, a Le Clézio le
gusta hablar de las lenguas minoritarias y del peligro de que desaparezcan, en
cualquier parte del mundo («no sólo en México, en Bretaña, en Francia, también
hay lenguas que se están muriendo»).
Dice con absoluta claridad, ya sea en
francés o en inglés o en español, que sin educación no hay futuro (y ésta debe
ser bilingüe o trilingüe) y que cada ser humano con su cultura, su condición
particular e individual, acarrea un beneficio para su comunidad, la enriquece,
por lo tanto debe ser respetado en su identidad, en su forma de hablar, en sus
lenguas, sus culturas. Está convencido de que es necesario favorecer las
relaciones interculturales porque la multiculturalidad no es suficiente, no
basta que las culturas vivan una junto a la otra, es necesaria la comunicación
y el intercambio, el diálogo entre las culturas.
Le Clézio es un escritor y viajero asombrado por el mundo,
abierto a las culturas y geografías, interesado en los pueblos y sus
conflictos, sus cambios, sus pérdidas. Nació en Niza, Francia, en 1940, hijo de
un médico inglés y de una bretona.
Pasó parte de su infancia en África (El
africano es un libro de memorias de la infancia tan bello e intenso
como breve), se educó en Inglaterra y Francia y luego se marchó a la isla
Mauricio (además de la francesa tiene la nacionalidad mauriciana), a la que
había emigrado en el siglo XVIII una rama de su familia.
El gobierno francés lo envió a Tailandia, pero fue expulsado
de allí por denunciar la prostitución infantil. Entonces lo mandaron a trabajar
en el Instituto Francés de América Latina en la ciudad de México. Ese día
cambió su vida. Si su primer contacto fue accidental, quedarse muchos años fue
su elección. Para conocer el país empezó por leer las crónicas de Bernal Díaz
del Castillo y recorrerlo de punta a punta.
«Todavía no acabo de conocer a
México, para mí es un país misterioso que tiene tantas formas, caras, idiomas y
maneras de pensar. Es el país de la aventura total» Vivió algunos años en
Michoacán, aprendió lenguas e historia con la tutela del notable historiador
Luis González y González. Luego se marchó a otros países, pero no deja de
regresar a México, vuelve sigiloso y con el asombro intacto.
Le Clézio es uno más de los escritores franceses que han
venido a México. Una lista intensa más que exhaustiva da cuenta de la
fascinación que un país como un surtidor de culturas puede animar en espíritus
inquietos: André Breton, Antonin Artaud, Benjamin Péret, André Pieyre de
Mandiargues, Serge Gruzinski, Philippe Ollé-Laprune o Jean Meyer (gran amigo de
Le Clézio), también estuvieron o aún están aquí y han escrito sobre este país.
No son pocas las páginas que J. M. G. Le Clézio (así firma)
ha dedicado a México, la identidad amerindia, las marcadas etapas de nuestra
historia. Dos títulos entre otros: La conquista divina de Michoacán y El
sueño mexicano o el pensamiento interrumpido (Fondo de Cultura Económica), y trabaja en un ensayo sobre tres escritores
fundamentales para él: Sor Juana Inés de la Cruz, Luis González y González y
Juan Rulfo, al que considera el mejor novelista del siglo XX.
Lo veo como a un amigo, y no me refiero a esa palabra con intención amable con que se saluda al turista extranjero, no a la expresión correcta y diplomática, me refiero al que vive y busca disolverse como uno más entre nosotros, al que se interese por nuestra historia.
«No soy un historiador, soy un novelista, no sirvo para otra
cosa», dice, pero conoce bien el vínculo estrecho que hay entre la imaginación
literaria y la verdad histórica: no puede concebir al mundo sin Historia ni
historias, en especial porque los escritores son parte verdadera de la
dimensión humana: no inventan, su tarea es relatar todo lo que han percibido: «El
escritor es un testigo, un contador y, a veces, un mentiroso...
»Al encontrar
la historia en México, hallé una dimensión que no existe en Europa: en México
la historia está viva, se percibe como un elemento vivo y dinámico todos los
días. Ser historiador en México significa algo totalmente diferente a serlo en
Europa: donde la historia es algo distante, es una ciencia. En México, la
historia tiene mucho más que ver con la fe o con el ser profundo de los seres
humanos». Sí, para vernos en un ligero escorzo, al margen de su otra literatura, es necesario leer a Le Clézio.