Felix Baumgartner ha saltado en caída libre desde la estratósfera a poco más de treinta y nueve mil metros
de altura. Abrió por fin su paracaídas a mil y tantos metros de las arenas del
desierto de Nuevo México. Los periódicos hablan de récords y hazañas. Nadie ha
querido ver en este acto un hecho metafísico, no un símbolo ni una metáfora,
sino la búsqueda del sentido de su condición de hombre.
En el aire, sujeto a los vientos, en impecable
soledad, frágil e inerme en ese viaje absurdo en el que se precipitó de vuelta
a la Tierra a la velocidad del sonido, acaso supo del vértigo perfecto y del vacío absoluto. (Otros, para
sentirlos, no tienen que salir de casa.)
Su gesta nada tiene que ver con la
aeronáutica ni los deportes de alto riesgo ni con la ciencia. Baumgartner es un héroe por otras razones: como
todos los hombres necesitaba vivir la experiencia suprema de viajar con urgencia al
sinsentido, de jugarse la vida, para vislumbrarse. El
suyo fue un salto en busca de su razón de ser hombre en la Tierra. La suya fue una
caída sin alas hacia sí mismo.