28 de enero de 2011

La ausencia del hombre de las rosas y el cognac

Un puntual y escrupuloso amante de los ritos y las ceremonias, ejemplo de fidelidad y constancia, no depositó, el 19 de enero [de 2011], por segundo año consecutivo, tres rosas y una botella de cognac, abierta y a medio beber, en la tumba de Edgar Allan Poe (que como todo el mundo sabe era el doble de Charles Baudelaire).

Desde 1949 hasta 2009, ese desconocido caballero le rindió homenaje al Poeta el día de su cumpleaños al tiempo que nos recordaba que hay pactos y promesas para toda la vida. Nada se sabe de ese hombre que llegaba, entre la medianoche y la madrugada, embozado y con sombrero al cementerio de Baltimore a rendir su homenaje.

Fue visto muchas veces en esas noches heladas en las que aparecía; por fortuna no fue molestado. Se sabe que cumplía escrupulosamente con la ceremonia que quizá había perfeccionado con los años y luego se marchaba silencioso para volver justo un año después. Alguien podría pensar que imaginar a ese hombre, sus razones y su pasión, acaso su fe, daría el argumento para un relato. Sólo puedo imaginar una causa para justificar su segunda ausencia en un largo rito de casi sesenta años.

Podríamos pensar que la obra del gran Poe fue la motivación y la razón de su vida, que la leía todos los días con devoción, que declamaba «El cuervo» en recuerdo y honor de una mujer amada... En el fondo, quizá todo esto sea pura literatura, para mayor gloria de Edgar Allan. Puede ser. 


Pero a mí la noticia de esta ausencia me desconcierta un poco, me deja un regusto triste, y pienso en ella a lo largo de los días. Algo se ha roto, me digo, otro hombre ya no está, un ritual se ha perdido. Yo estoy seguro de que Poe, donde quiera que esté, acaricia a un gato negro y también lo lamenta un poco, al menos por el cognac.

23 de enero de 2011

Sergio Pitol: sin palabras

Lo encontré en un restaurante. Llegó con paso firme, llevaba un periódico en la mano, se sentó en una mesa frente a la mía. Me acerqué a saludarlo y me miró con la distancia del que está lejos, en otro parte, en algún lugar poblado por sus recuerdos o los paraísos imaginarios. Le hablé de nuestros encuentros, de amigos comunes, de la foto de Borges que le regalé un día que lo visité en su casa. Me miró con la distancia del que está lejos, en otra parte. En el restaurante lo conocen, goza de los privilegios de los clientes distinguidos. Seguramente los meseros que lo reciben con esmerada atención saben que es un escritor célebre, aunque tal vez nunca han leído sus libros.

Cuando habló, cuando respondió a mi saludo y mis preguntas de cortesía, vi el precio de la longevidad, la devastación de la enfermedad. Hacía tiempo que no lo veía, pero nunca imaginé la gravedad de su mal, el deterioro de sus facultades que contrasta con la agilidad de sus movimientos de anciano aún vigoroso. Sólo una ironía perversa, una sinrazón absurda podría explicar que un novelista pierda las palabras, que no encuentre el sustantivo para pedir agua o un tenedor.

A este hombre que ha alcanzado los mayores reconocimientos a los que puede aspirar un escritor en el ámbito de la lengua española, se le han perdido las palabras. Lo vi leer el periódico, pasar las páginas y doblarlo con habilidad, lo vi leer el menú al pedir su comida con seguridad y firmeza, con lucidez, pero si bebió un vaso de agua de papaya fue porque el mesero no era exactamente eso sino un ángel guardián que hacía las tareas de un mesero.

Si alguien pronuncia la palabra que él no encuentra, sonríe emocionado y mueve las manos satisfecho, se le ilumina la cara. Si esa palabra no aparece, su cara es el retrato perfecto de la desesperación y la impotencia. No puede hablar porque le faltan las palabras. Habla, sí, pero a media oración le falta la palabra, una indispensable. “Necesito comprar un…” Sin la palabra libro o peine no hay comunicación posible.

El escritor se ha quedado sin materia prima, sin lo único verdaderamente indispensable para ejercer su oficio, sin el prodigio de la palabra, acaso la más alta expresión de la humanidad en su paso por la Tierra. Por supuesto, ya no escribe. Espero que encuentre en la lectura, que Borges no pudo celebrar como hubiera querido a lo largo de su vida, el consuelo que necesita. Supongo que es mucho más duro quedarse sin palabras que sin la capacidad de leerlas. Borges en su ceguera podía dictarlas, gozar de ellas en el entendimiento, de su sonoridad y sentirlas vibrar entre los labios, el paladar y la lengua.

El escritor comió de prisa y se fue. Al despedirse, no pudo decirme lo que quería. Le faltan las palabras. No sé si volveré a verlo. Me quedan los recuerdos, sus libros, el vivo retrato de la decrepitud, de la decadencia, la impresión fulminante de su desdicha, del implacable paso del tiempo.

20 de enero de 2011

La protagonista

Voy a escribir una novela, una historia de desamor, un encuentro a destiempo. Ya he imaginado la frágil línea argumental, el débil tejido de la trama, el punto de vista del narrador. Ahora estoy en busca de la protagonista. Debo ser muy cuidadoso en la elección, no puedo cometer otro error, ya serían demasiados. No puedo permitirme que suceda eso que en el cine y el teatro se llama miscast. En una novela, aunque cada género tiene lo suyo, puede suceder algo semejante, que un personaje no cumpla con las exigencias de su papel.

Yo necesito una protagonista de nombre sonoro, aristocrático. Una mujer joven, guapa antes que bonita, bella, de aspecto impecable y fácil sonrisa, educada, universitaria, con conocimiento de matemáticas, música e inglés. Será linda e inteligente. Debe tener una rotunda presencia cinematográfica y un perfil psicológico complejo y rico en matices. Una personalidad encantadora. No deberá faltarle gravedad de ánimo y carácter.

Tendrá convicciones e ideas fijas, que defenderá a lo largo de toda la novela. Deberá estar dispuesta a vivir las desventuras y sinsabores, las alegrías, escenas y circunstancias que yo escriba. En particular, se esforzará en el conflicto que define su personaje. Aceptará el vestuario, accesorios, peinados y maquillaje que le indique. Hablará con claridad y firmeza perfectas y tendrá, por último, el encanto personal, el ángel que el papel exige para que se gane la admiración incondicional de miles y miles de lectores.

Su presencia implica la aceptación de las condiciones, usos y costumbres comunes entre un escritor y sus personajes. Su disponibilidad y exclusividad serán absolutas, no deberá tener problemas de horario: las madrugadas, los fines de semana y las vacaciones son horas y días laborales para un autor. La protagonista estará dispuesta a trabajar en cuantos borradores y versiones sean necesarios para lograr el texto que busco, durante varios meses, quizá un año, y se someterá con perfecto estoicismo a las correcciones sin fin en busca de una prosa clara y precisa, pulida como un espejo.

Le aseguro que al final la recompensa habrá valido cualquier esfuerzo: podría convertirse en una heroína de novela. Interesadas en el papel, favor de presentarse literaria y literalmente en la primera página del libro, aún en blanco, donde elegiré a mi protagonista. En cuanto encuentre a esa hija de la imaginación y el azar, de la literatura y la necesidad, empezaremos a trabajar en esa triste historia.

16 de enero de 2011

Un sorbo de whisky

Beber un whisky a sorbos pequeños y ceremoniosos, después de una larga jornada, con la casa en silencio y la noche cerrada, solo, sin zapatos, es un rito del que surge una experiencia que trasciende el entorno doméstico al tiempo que la mente se abre y el cuerpo se relaja. En el regusto de cada sorbo, en su dulzura y viveza, hay un hecho literario. Con el whisky de pronto emergen la lucidez, el placer, la visión y la sabiduría, la frase y la oración perfectas.

En el primer sorbo de whisky de malta puede haber más metafísica que en la teología de los padres y los doctores de la Iglesia. En un sorbo de whisky, en su dosis justa e inalterable, por un instante, a cierta hora de la noche, el universo se ordena y se revela con una nitidez cegadora, en una visión poética implacable. Todo deviene claro, como categoría o entelequia aristotélica. En un sorbo del primer whisky, nunca más allá del tercero o cuarto, está contenida y se muestra y emerge, deslumbrante, múltiple y trascendente, toda la poesía de Fernando Pessoa.

Luego, el numen se desvanece poco a poco, se pierde esa visión relámpago de belleza y sabiduría. Lo que sigue carece de importancia. Es necesario elegir entre ir cuesta abajo por el camino de la embriaguez o buscar en la poesía la lucidez, los restos de ese naufragio metafísico. De cualquier manera se habrá roto el encanto, eso que llamamos realidad se instaurará en el cuerpo y la mente, se impondrá en las palabras y el poema, el libro, el entorno, la casa en silencio, la ciudad, la noche cerrada, el universo.

10 de enero de 2011

La tarea del poeta

La literatura, creadora de verdades, con frecuencia se condensa en una oración, una sentencia, un adagio que se fija en la memoria porque nos ofrece una respuesta, a veces por mucho tiempo buscada. Al dar vuelta a una página se disuelve ante los ojos sorprendidos uno de los enigmas de nuestra existencia, uno de los pequeños misterios de la vida. Entonces comprendemos y algo cambia en nosotros. Encontrar esas verdades y fijarlas con palabras iluminadas, acaso sin saber cómo ni por qué, sea una de las tareas del poeta.

5 de enero de 2011

Noche de Reyes

La epifanía para mí, ahora, sólo puede ser la alegría, la perfecta ilusión de mi hija con la que espera los juguetes que les ha pedido a los Reyes Magos con caligrafía preescolar en una cartita que es en sí misma un regalo para su padre, una muestra impecable de la candidez y la creatividad infantil.

Esta noche, en algún momento (la imaginación casi siempre sugiere que de madrugada, muy cerca de la hora del amanecer) harán su aparición mágica de cada año, cumplirán su cita con la inocencia iluminada y la emoción perfecta. Mañana, volverá a cumplirse el milagro de ese prodigio, tan encantador como increíble, pero verosímil, que quizá la suya sea la visita más viva y sugestiva del imaginario del mundo occidental. ¡Ay de aquel que no se haya emocionado hasta el delirio con la visión sobrenatural de descubrir un regalo real al pie del árbol de Navidad la mañana de algún 6 de enero de su primera infancia!

Recordar al niño que fui, al filo de los siete años que tiene mi hija, el que tuvo la alegría, la perfecta ilusión, es un ejercicio de nostalgia no apto para sentimentales. La epifanía es el milagro que se repite en otros, que la viven intacta, generación tras generación, como otros lo hicimos y otros, antes, lo hicieron: como una aparición mágica y uno de los momentos dorados, de salvaje felicidad de la infancia.

Pero un día se acabará, los años están contados, tarde o temprano para cada uno se romperá el encanto, se revelará triste la verdad, que suele ser uno de los primeros descalabros inolvidables y definitivos, como la decepción amorosa o el descubrimiento de la injusticia, en el duro aprendizaje de la vida.