Lo encontré en un restaurante. Llegó con paso firme, llevaba un periódico en la mano, se sentó en una mesa frente a la mía. Me acerqué a saludarlo y me miró con la distancia del que está lejos, en otro parte, en algún lugar poblado por sus recuerdos o los paraísos imaginarios. Le hablé de nuestros encuentros, de amigos comunes, de la foto de Borges que le regalé un día que lo visité en su casa. Me miró con la distancia del que está lejos, en otra parte. En el restaurante lo conocen, goza de los privilegios de los clientes distinguidos. Seguramente los meseros que lo reciben con esmerada atención saben que es un escritor célebre, aunque tal vez nunca han leído sus libros.
Cuando habló, cuando respondió a mi saludo y mis preguntas de cortesía, vi el precio de la longevidad, la devastación de la enfermedad. Hacía tiempo que no lo veía, pero nunca imaginé la gravedad de su mal, el deterioro de sus facultades que contrasta con la agilidad de sus movimientos de anciano aún vigoroso. Sólo una ironía perversa, una sinrazón absurda podría explicar que un novelista pierda las palabras, que no encuentre el sustantivo para pedir agua o un tenedor.
A este hombre que ha alcanzado los mayores reconocimientos a los que puede aspirar un escritor en el ámbito de la lengua española, se le han perdido las palabras. Lo vi leer el periódico, pasar las páginas y doblarlo con habilidad, lo vi leer el menú al pedir su comida con seguridad y firmeza, con lucidez, pero si bebió un vaso de agua de papaya fue porque el mesero no era exactamente eso sino un ángel guardián que hacía las tareas de un mesero.
Si alguien pronuncia la palabra que él no encuentra, sonríe emocionado y mueve las manos satisfecho, se le ilumina la cara. Si esa palabra no aparece, su cara es el retrato perfecto de la desesperación y la impotencia. No puede hablar porque le faltan las palabras. Habla, sí, pero a media oración le falta la palabra, una indispensable. “Necesito comprar un…” Sin la palabra libro o peine no hay comunicación posible.
El escritor se ha quedado sin materia prima, sin lo único verdaderamente indispensable para ejercer su oficio, sin el prodigio de la palabra, acaso la más alta expresión de la humanidad en su paso por la Tierra. Por supuesto, ya no escribe. Espero que encuentre en la lectura, que Borges no pudo celebrar como hubiera querido a lo largo de su vida, el consuelo que necesita. Supongo que es mucho más duro quedarse sin palabras que sin la capacidad de leerlas. Borges en su ceguera podía dictarlas, gozar de ellas en el entendimiento, de su sonoridad y sentirlas vibrar entre los labios, el paladar y la lengua.
El escritor comió de prisa y se fue. Al despedirse, no pudo decirme lo que quería. Le faltan las palabras. No sé si volveré a verlo. Me quedan los recuerdos, sus libros, el vivo retrato de la decrepitud, de la decadencia, la impresión fulminante de su desdicha, del implacable paso del tiempo.
23 de enero de 2011
Sergio Pitol: sin palabras
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