La epifanía para mí, ahora, sólo puede ser la alegría, la perfecta ilusión de mi hija con la que espera los juguetes que les ha pedido a los Reyes Magos con caligrafía preescolar en una cartita que es en sí misma un regalo para su padre, una muestra impecable de la candidez y la creatividad infantil.
Esta noche, en algún momento (la imaginación casi siempre sugiere que de madrugada, muy cerca de la hora del amanecer) harán su aparición mágica de cada año, cumplirán su cita con la inocencia iluminada y la emoción perfecta. Mañana, volverá a cumplirse el milagro de ese prodigio, tan encantador como increíble, pero verosímil, que quizá la suya sea la visita más viva y sugestiva del imaginario del mundo occidental. ¡Ay de aquel que no se haya emocionado hasta el delirio con la visión sobrenatural de descubrir un regalo real al pie del árbol de Navidad la mañana de algún 6 de enero de su primera infancia!
Recordar al niño que fui, al filo de los siete años que tiene mi hija, el que tuvo la alegría, la perfecta ilusión, es un ejercicio de nostalgia no apto para sentimentales. La epifanía es el milagro que se repite en otros, que la viven intacta, generación tras generación, como otros lo hicimos y otros, antes, lo hicieron: como una aparición mágica y uno de los momentos dorados, de salvaje felicidad de la infancia.
Pero un día se acabará, los años están contados, tarde o temprano para cada uno se romperá el encanto, se revelará triste la verdad, que suele ser uno de los primeros descalabros inolvidables y definitivos, como la decepción amorosa o el descubrimiento de la injusticia, en el duro aprendizaje de la vida.
5 de enero de 2011
Noche de Reyes
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