Beber un whisky a sorbos pequeños y ceremoniosos, después de una larga jornada, con la casa en silencio y la noche cerrada, solo, sin zapatos, es un rito del que surge una experiencia que trasciende el entorno doméstico al tiempo que la mente se abre y el cuerpo se relaja. En el regusto de cada sorbo, en su dulzura y viveza, hay un hecho literario. Con el whisky de pronto emergen la lucidez, el placer, la visión y la sabiduría, la frase y la oración perfectas.
En el primer sorbo de whisky de malta puede haber más metafísica que en la teología de los padres y los doctores de la Iglesia. En un sorbo de whisky, en su dosis justa e inalterable, por un instante, a cierta hora de la noche, el universo se ordena y se revela con una nitidez cegadora, en una visión poética implacable. Todo deviene claro, como categoría o entelequia aristotélica. En un sorbo del primer whisky, nunca más allá del tercero o cuarto, está contenida y se muestra y emerge, deslumbrante, múltiple y trascendente, toda la poesía de Fernando Pessoa.
Luego, el numen se desvanece poco a poco, se pierde esa visión relámpago de belleza y sabiduría. Lo que sigue carece de importancia. Es necesario elegir entre ir cuesta abajo por el camino de la embriaguez o buscar en la poesía la lucidez, los restos de ese naufragio metafísico. De cualquier manera se habrá roto el encanto, eso que llamamos realidad se instaurará en el cuerpo y la mente, se impondrá en las palabras y el poema, el libro, el entorno, la casa en silencio, la ciudad, la noche cerrada, el universo.
16 de enero de 2011
Un sorbo de whisky
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