Tarde o temprano llegamos a una edad en la que tenemos el rostro por el que somos reconocidos o recordados. Una fotografía basta para fijar nuestra imagen y mostrar quienes somos. Otras fotografías son como variaciones de aquella que nos representa. El hecho es interesante porque el rostro, al igual que el resto del cuerpo y el pensamiento y el ánimo y el alma no cesan de cambiar.
Algunos niños ya tienen en la primera infancia los rasgos definitivos de la edad adulta, y podemos reconocerlos a primera vista en una vieja fotografía. Otros, en cambio, no son identificables en esa foto amarillenta y tenemos que preguntar cuál de esos párvulos es nuestro abuelo. Algunos rostros muestran muy pronto lo que serán; otros, se perfilan y definen con los años, a golpes de vida y tiempo.
Rimbaud siempre será por antonomasia el adolescente de mirada diabólica, y a Borges siempre lo pensamos viejo, ciego, ingenioso y lúcido (no siempre fue así: no podemos imaginar a Rimbaud viejo, y nos cuesta mucho imaginar a Borges niño).
Alfonso Reyes llevaba en la billetera una foto de sí mismo cuando tenía un año de edad ( él consideraba que fue su mejor momento), y se nota que le faltaba mucho para ser el gran ensayista y maestro del estilo. Y ya con sus años, cuando las fotos lo muestran sin posibilidad de error, en otra foto lleva en brazos a un niño muy pequeño que por ningún lado deja ver que será el novelista Carlos Fuentes.
El rostro de cada uno es un misterio y un plano formidable, una biografía cifrada. Una sucesión de fotos de un mismo rostro, a lo largo de los años, revela mucho más de lo que a veces quisiéramos. Pareciera que la experiencia de vida se asienta en la cara de manera más rotunda y definitiva que en las memorias y biografías y los diarios y los curículum vitae.
El rostro devastado por el tiempo de una actriz célebre de hace cincuenta años es tan impresionante y los cambios tan profundos que puede tornarse irreconocible para los que tienen fija en la memoria aquella imagen de juventud, cuando era una diosa del cine. A ella, ¿qué momento de su vida, qué edad la representa? (Marilyn Monroe, con su muerte prematura, se libró de ese dilema.) No sé si envejecer sea hermoso, me parece que no, como sostienen los promotores ciertas filosofías baratas, pero es el precio por seguir un tiempo más en este mundo.
Hay un momento en el que adquirimos la expresión que definirá nuestro rostro de por vida. Puede ser tarde o temprano, pero esa imagen es tan poderosa y nos identifica tanto como nuestro nombre. Tal vez nunca sepamos qué imagen terminará por opacar todas las otras edades y momentos de una vida. Sospecho que entre más años se vivan, la imagen dominante será la de alguien muy mayor, y entre más viejo, con frecuencia, más reconocible y nítida será la imagen definitiva que otros guarden de nosotros.
No exalto en demasía la lozanía de la juventud, pero es una pena que no podamos ser reconocidos por una foto como la que llevaba Alfonso Reyes en su billetera, o al menos por una de nuestros mejores años, como si entonces no hubiéramos sido, como si entonces no hubiéramos llegado a ser el que somos. Necesitamos muchos años o media vida para afilar el rostro que, al menos en las fotografías, tendremos para siempre.
16 de enero de 2018
Un rostro para siempre
22 de marzo de 2014
Nebraska
23 de enero de 2011
Sergio Pitol: sin palabras
Lo encontré en un restaurante. Llegó con paso firme, llevaba un periódico en la mano, se sentó en una mesa frente a la mía. Me acerqué a saludarlo y me miró con la distancia del que está lejos, en otro parte, en algún lugar poblado por sus recuerdos o los paraísos imaginarios. Le hablé de nuestros encuentros, de amigos comunes, de la foto de Borges que le regalé un día que lo visité en su casa. Me miró con la distancia del que está lejos, en otra parte. En el restaurante lo conocen, goza de los privilegios de los clientes distinguidos. Seguramente los meseros que lo reciben con esmerada atención saben que es un escritor célebre, aunque tal vez nunca han leído sus libros.
Cuando habló, cuando respondió a mi saludo y mis preguntas de cortesía, vi el precio de la longevidad, la devastación de la enfermedad. Hacía tiempo que no lo veía, pero nunca imaginé la gravedad de su mal, el deterioro de sus facultades que contrasta con la agilidad de sus movimientos de anciano aún vigoroso. Sólo una ironía perversa, una sinrazón absurda podría explicar que un novelista pierda las palabras, que no encuentre el sustantivo para pedir agua o un tenedor.
A este hombre que ha alcanzado los mayores reconocimientos a los que puede aspirar un escritor en el ámbito de la lengua española, se le han perdido las palabras. Lo vi leer el periódico, pasar las páginas y doblarlo con habilidad, lo vi leer el menú al pedir su comida con seguridad y firmeza, con lucidez, pero si bebió un vaso de agua de papaya fue porque el mesero no era exactamente eso sino un ángel guardián que hacía las tareas de un mesero.
Si alguien pronuncia la palabra que él no encuentra, sonríe emocionado y mueve las manos satisfecho, se le ilumina la cara. Si esa palabra no aparece, su cara es el retrato perfecto de la desesperación y la impotencia. No puede hablar porque le faltan las palabras. Habla, sí, pero a media oración le falta la palabra, una indispensable. “Necesito comprar un…” Sin la palabra libro o peine no hay comunicación posible.
El escritor se ha quedado sin materia prima, sin lo único verdaderamente indispensable para ejercer su oficio, sin el prodigio de la palabra, acaso la más alta expresión de la humanidad en su paso por la Tierra. Por supuesto, ya no escribe. Espero que encuentre en la lectura, que Borges no pudo celebrar como hubiera querido a lo largo de su vida, el consuelo que necesita. Supongo que es mucho más duro quedarse sin palabras que sin la capacidad de leerlas. Borges en su ceguera podía dictarlas, gozar de ellas en el entendimiento, de su sonoridad y sentirlas vibrar entre los labios, el paladar y la lengua.
El escritor comió de prisa y se fue. Al despedirse, no pudo decirme lo que quería. Le faltan las palabras. No sé si volveré a verlo. Me quedan los recuerdos, sus libros, el vivo retrato de la decrepitud, de la decadencia, la impresión fulminante de su desdicha, del implacable paso del tiempo.