22 de marzo de 2014

Nebraska

Tal vez la revelación de la belleza tenga una relación íntima con la absoluta claridad, con la nitidez impecable de las formas. Tal vez la sencillez sea un camino a la profundidad. Tal vez la verdad y la esencia de las cosas, de los personajes, se muestran nítidas cuando la arquitectura de las obras responde al orden sin misterios de la vida. 

Alexander Payne, guionista y director, ha alcanzado con su Nebraska todo lo que se le puede pedir al gran cine: una historia bien contada, personajes impecables que avanzan  hacia su realización o su destino, actuaciones memorables y una mirada cinematográfica en blanco y negro, una fotografía, que llena la pantalla y se desborda por esos pueblos desolados, la vastedad de esas planicies del medio oeste de los Estados Unidos que pareciera que no tienen fin.

Todo está ahí: la devastación de la vejez, los deseos y anhelos en el último tramo de la vida, la íntima y distante, simple y complicada relación de los hijos con sus padres ancianos, las viejas amistades que se diluyen con la distancia y el paso de los años, el nido de víboras (familiares y amigos) que se yergue feroz cuando huele que puede haber dinero…

Con un guion admirable como arma secreta,  Payne ha sabido mirar y conmover y mostrar, prodigar su mirada en lo más oscuro, en lo más íntimo, en los gestos más nobles. También ha logrado hacer gran cine con un presupuesto total que no alcanzaría para satisfacer los honorarios de una sola estrella en una súper producción de Hollywood.

Con películas así uno confirma, una vez, más, que los grandes efectos especiales y la pirotecnia, el fausto y el despilfarro, no son ni de lejos elementos indispensables del gran cine. Tal vez antes lo contrario.