Tal vez la revelación de la belleza tenga
una relación íntima con la absoluta claridad, con la
nitidez impecable de las formas. Tal vez la sencillez sea un camino a la
profundidad. Tal vez la verdad y la esencia de las cosas, de los personajes, se
muestran nítidas cuando la arquitectura de las obras responde al orden sin
misterios de la vida.
Alexander Payne, guionista y director, ha
alcanzado con su Nebraska todo lo que
se le puede pedir al gran cine: una historia bien contada, personajes
impecables que avanzan hacia su
realización o su destino, actuaciones memorables y una mirada cinematográfica
en blanco y negro, una fotografía, que llena la pantalla y se desborda por esos
pueblos desolados, la vastedad de esas planicies del medio oeste de los Estados
Unidos que pareciera que no tienen fin.
Todo está ahí: la devastación de la vejez, los
deseos y anhelos en el último tramo de la vida, la íntima y distante, simple y
complicada relación de los hijos con sus padres ancianos, las viejas amistades
que se diluyen con la distancia y el paso de los años, el nido de víboras
(familiares y amigos) que se yergue feroz cuando huele que puede
haber dinero…
Con un guion admirable como arma
secreta, Payne ha sabido mirar y
conmover y mostrar, prodigar su mirada en lo más oscuro, en lo más íntimo, en
los gestos más nobles. También ha logrado hacer gran cine con un presupuesto
total que no alcanzaría para satisfacer los honorarios de una sola estrella en
una súper producción de Hollywood.
Con películas así uno confirma, una vez,
más, que los grandes efectos especiales y la pirotecnia, el fausto y el
despilfarro, no son ni de lejos elementos indispensables del gran cine. Tal vez
antes lo contrario.