Algunos poetas alcanzan el momento más alto de su poesía, el
cenit de su poética, en sus cartas. No me refiero a sus mejores versos, a esas
palabras impecables que guardamos en la memoria y citamos, y que con frecuencia son objeto de estudios y ensayos,
sino al estado de gracia en el que dicen, a vuela pluma, en una línea apresurada, la verdad de su alma.
Gilberto Owen, poeta, se enamoró de Clementina Otero en 1928.
Es una historia conocida y bien documentada. Ella era actriz y cantante; él
poeta a punto de partir de México (para siempre) al inicio de su carrera
diplomática. Ella tenía dieciocho años; él apenas contaba veinticuatro. Entre
abril y noviembre el joven poeta enamorado (con frecuencia, esas tres palabras,
al menos por un instante, nombran y dicen lo mismo) escribió una serie de
cartas de amor por las que también es recordado.
Me muero de ‘Sin Usted’
(Siglo XXI) recoge esas cartas que Clementina conservó con celo toda su vida,
mucho años después de que recibiera la última carta, del fin de su trato
personal y epistolar con Owen. Ella guardó esas cartas rudas a pesar de no amarlo, pero sin duda sabía que en ellas
había algo de Owen que no sólo a ella le pertenecía. Dice con lucidez: «Amaba su poesía,
amaba al poeta, mas no al hombre.»
En una tarde calurosa de domingo, leo e imagino. Leo y
supongo que Owen no era un galán gentil y amable, seductor de damas por su
cortesía: «Ya sé (y lo sospechaba de antemano) que el tratar de conocerla
me separó de usted inefablemente", le dice en una de sus primeras cartas.
"Y me alejo de usted al adentrarme en su vida, porque usted está sólo en
su superficie.»
Si Gilberto Owen tenía una táctica para enamorar a
Clementina, decidió prescindir de las palabras dulces, los requiebros, las
sutilezas: «Una vez hablamos de intentar yo conocerla, no teniendo llave de
amor suyo, por el ojo de cerradura del amor mío nomás [...] Y cuando después
estaba espiando, usted de otro lado cogió un largo alfiler para pincharme el
ojo. Me refiero así, a que todas las veces que he tratado de abordarla
anunciándoselo, usted se ha defendido contra mi ternura mañosamente. Tuve así
que preferir entrar por la ventana, y como soy poco ágil, me he caído y seguiré
cayendo en usted no sé cuánto».
El poeta no le oculta sus temores a su amada: «Alguna vez me
he puesto a pensar angustiado, en lo espantoso, en lo monstruoso que sería un
noviazgo entre nosotros.» «La vergüenza me golpea en lo único firme, mi amor a
usted.» Y el orgullo, que tantas veces habla en el nombre del amor, dice: «Y sólo
me consuela no deberle ninguna felicidad.» «Y yo enloquecería, no de que usted
no me ame, sino de no amarla a usted.»
También la franqueza y la desesperanza hablan por el poeta: «Es
usted obscura. O no, sino obscurecedora.» «Y yo, que estaba diciéndole hace un
momento a Dios, agradecido, que no merecía la fortuna de amarla como la amo, me
hallo de pronto sin nada sin saber lo que amo, sin saber si amo, con las manos
vacías de haber querido apretar puñados de aire. Y yo me odio profundamente.»
Si la estrategia era sacudirla, provocarla, moverla por la
inteligencia, Owen tenía su repertorio y le decía lo que probablemente nadie
nunca más le dijo a Clementina: «Además, físicamente no es usted el tipo de
mujer de la que yo deseaba enamorarme. Me parece usted hermosa, y ahora tengo
que empeñarme naturalmente en encontrarle nuevos atractivos cada día.»
Owen, pasa de la exaltación de la amada, para la que tuerce
los pronombres y lastima la sintaxis, y pasa de lo ordinario intrascendente y
la frase relámpago, a la declaración abierta y el juego de las formas.
Desesperado, pasa de la oración amante y el recuerdo pueril a la frase ambigua
y la gravedad. «Hubo un momento en que usted me habría atraído por su apariencia saludable, y yo tan enfermo; pero cuando he descubierto que usted lo
está tanto como yo, y a pesar de ello he seguido enamorado, he tenido que
ponerme a buscar por otro lado.»
Contradictorio, atormentado, apasionado, Owen está en sus
cartas de cuerpo entero. No oculta, todo lo contrario, su condición: «yo
enamorado y usted inhumanamente, casi divinamente helada, no es extraño».
No falta una amenaza, por suerte falsa: «Le voy a ser fiel
un año. Al año me enamoraré de la muerte y me pegaré un balazo.» No hacía falta
el arma de fuego. Owen morirá un poco, y no será el mismo cuando termine el
año. Habrá muerto de Clementina. La
oración emblema debe tomarse en serio: «Me muero de ‘sin usted’».
Sin ella se sabe perdido, y encuentra consuelo en su razón de
amor: «Amar no es nada. Lo que importa es saber que se ama.» «Clementina: la
adoro sin a pesar de nada». Y le advierte que lo suyo no son sólo palabras: «usted
sabe mucho de literatura para saber que ya no hago literatura.»
El poeta quiere a la amada como su poesía. Le gustaría
fundirlas, ir de una a otra. Le confiesa a Clementina: «La inhumanidad se la atribuía un
poco con índole literaria, por saberla igual a como yo quería mi poesía. Luego
me he ido acostumbrando a quererla igual a usted.»
«La invito a mi vida. Es cómoda, apacible, y dura y agitada.
Nunca aburrida. No soy egoísta, no ronco y no atropello a las gentes sino a la
entrada del subway» es una de las propuestas más sinceras, con datos
biográficos importantes, que debe ser considerada en su brevedad y concreción como
una de las piezas más escuetas y originales
en los anales de las peticiones matrimoniales y la literatura amorosa.
Pero el amor consume al poeta, su paciencia se agota, y
desde Nueva York dice en una de sus últimas cartas: «La odio y no me importa que a usted no le
importe. Mi odio es gratuito y absoluto [...]
Y no necesito ya nada de usted que ser el objeto, la cosa, el blanco negro
de mi odio. Y este odio me salva y me llena y me basta y sólo sería mayor mi
alegría si la supiera a usted más miserable que yo mismo.»
Palabras
rudas, duras. Impropias de un caballero, expresión de un hombre desesperado. Unos
mueren de sed, de odio, de amor. Owen murió de sin ella. «Me muero de ‘sin
usted’ es todo un lema y una declaración de principios y una fe y una biografía
amorosa.
Luego,
el silencio.
Dice Clementina Otero en el libro: «Más tarde, empecé a necesitar sus cartas,
las esperaba con ansiedad, acaso con cierta ilusión. Mas no estaba segura de
que fuera amor, ¿amor? “Por siempre jamás. La adora G. O.”: fueron sus últimas
palabras en su última carta. Se fue y no llegue a su vida. ¿Se fue huyendo de
mi desamor? No lo supe: sólo sé que en su última carta se sentía culpable, tal
vez por haber encontrado otros amores, o por haber perdido la esperanza de
esperarme.»