Ha muerto un poeta. Dicen que estaba loco (la combinación de la extrema lucidez y la palabra iluminada suele ser explosiva). El loco y el poeta comparten síntomas pero muy pocas veces son el mismo. Leopoldo María Panero era brillante, una máquina de pensar y razonar más allá de la esquizofrenia y la metáfora. Era un poeta y decía la verdad; condenado a pensar se aisló en su castillo de razones y palabras. Sus opiniones sobre política y cultura, sobre la sociedad, eran extremas y sus juicios radicales, sí, pero no le faltaban razones. Había frecuentado el lado oscuro de la vida, de la luna, del alma, de la noche y había vuelto para contarlo. Se había asomado al Infierno en vida y ese viaje a destiempo hace imposible la vida simple y sencilla. Como tantos locos, era el dueño de la razón, y le insufló a las palabras un narcótico que las intoxicó de verdad y belleza. La locura y la poesía hacen mala pareja, son malas compañías y peores consejeras; casi nunca saben marchar juntas y devoran al que las cultiva. Ser loco no es una dicha; ser poeta y ver no siempre es deseable. La poesía y la locura son dos maneras de asomarse al vértigo, como quien se ciega al intentar mirar el sol de frente al mediodía. El precio a pagar es alto: estar en el mundo como si no se estuviera en él y decir con palabras trastocadas y vehementes que casi nadie oye lo que nadie nunca había dicho. Panero era un ángel extraviado, una fuente de luz oscura, un incomprendido, un apestado, un demonio. Ha muerto un poeta. Se erige el silencio. Acaso para no escucharlo, también decían que estaba loco.
6 de marzo de 2014
Panero: el loco, el poeta
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