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16 de enero de 2018

Un rostro para siempre

Tarde o temprano llegamos a una edad en la que tenemos el rostro por el que somos reconocidos o recordados. Una fotografía basta para fijar nuestra imagen y mostrar quienes somos. Otras fotografías son como variaciones de aquella que nos representa. El hecho es interesante porque el rostro, al igual que el resto del cuerpo y el pensamiento y el ánimo y el alma no cesan de cambiar.

Algunos niños ya tienen en la primera infancia los rasgos definitivos de la edad adulta, y podemos reconocerlos a primera vista en una vieja fotografía. Otros, en cambio, no son identificables en esa foto amarillenta y tenemos que preguntar cuál de esos párvulos es nuestro abuelo. Algunos rostros muestran muy pronto lo que serán; otros, se perfilan y definen con los años, a golpes de vida y tiempo.

Rimbaud siempre será por antonomasia el adolescente de mirada diabólica, y a Borges siempre lo pensamos viejo, ciego, ingenioso y lúcido (no siempre fue así: no podemos imaginar a Rimbaud viejo, y nos cuesta  mucho imaginar a Borges niño).

Alfonso Reyes llevaba en la billetera una foto de sí mismo cuando tenía un año de edad ( él consideraba que fue su mejor momento), y se nota que le faltaba mucho para ser el gran ensayista y maestro del estilo. Y ya con sus años, cuando las fotos lo muestran sin posibilidad de error, en otra foto lleva en brazos a un niño muy pequeño que por ningún lado deja ver que será el novelista Carlos Fuentes.

El rostro de cada uno es un misterio y un plano formidable, una biografía cifrada. Una sucesión de fotos de un mismo rostro, a lo largo de los años, revela mucho más de lo que a veces quisiéramos. Pareciera que la experiencia de vida se asienta en la cara de manera más rotunda y definitiva que en las memorias y biografías y los diarios y los curículum vitae.

El rostro devastado por el tiempo de una actriz célebre de hace cincuenta años es tan impresionante y los cambios tan profundos que puede tornarse irreconocible para los que tienen fija en la memoria aquella imagen de juventud, cuando era una diosa del cine. A ella, ¿qué momento de su vida, qué edad la representa? (Marilyn Monroe, con su muerte prematura, se libró de ese dilema.) No sé si envejecer sea hermoso, me parece que no, como sostienen los promotores ciertas filosofías baratas, pero es el precio por seguir un tiempo más en este mundo.

Hay un momento en el que adquirimos la expresión que definirá nuestro rostro de por vida. Puede ser tarde o temprano, pero esa imagen es tan poderosa y nos identifica tanto como nuestro nombre. Tal vez nunca sepamos qué imagen terminará por opacar todas las otras edades y momentos de una vida. Sospecho que entre más años se vivan, la imagen dominante será la de alguien muy mayor, y entre más viejo, con frecuencia, más reconocible y nítida será la imagen definitiva que otros guarden de nosotros.

No exalto en demasía la lozanía de la juventud, pero es una pena que no podamos ser reconocidos por una foto como la que llevaba Alfonso Reyes en su billetera, o al menos por una de nuestros mejores años, como si entonces no hubiéramos sido, como si entonces no hubiéramos llegado a ser el que somos. Necesitamos muchos años o media vida para afilar el rostro que, al menos en las fotografías, tendremos para siempre.

27 de diciembre de 2016

El bar de las grandes esperanzas

Si valoráramos los libros por su permanencia en el ánimo, por la viveza de su recuerdo, porque continuamos dialogando con ellos mucho después de haber leído la última página, entonces para mí el libro del año es The Tender Bar: a Memoir (El bar de las grandes esperanzas; Duomo), de J. R. Moehringer.

En estas memorias, que pueden leerse como una novela, encuentra su sitio el anhelo del padre ausente, la tragicómica casa de los abuelos, la madre, pero sobre todo la búsqueda de una imagen paterna en un tío y sus amigos en un bar. Las relaciones de J. R. con el bar, con el alcohol, claro pero también con el entramado de personajes y situaciones que encuentra ahí se hacen esenciales en su formación. El protagonista creció y se hizo hombre en un bar, y tener un bar por hogar es algo definitivo.

La dulzura de la madre y la ternura, sí, ternura, que revelan en el bar la caterva de hombres rudos que van ahí a buscar una copa y una alegría, es una de las revelaciones del libro. Policías, agentes, hombres de negocios, oficinistas y empleados, revelan sus carencias, sus miserias y su necesidad de afecto.

Y el humor que yace en las escenas o momentos del libro de cada capítulo de pronto desata la simpatía incondicional o la carcajada, y no quisiera dejar de leer pero tampoco que avanzarán las páginas, en un estado de gracia que pocas veces se consigue con tal plenitud. Sin lecciones morales ni moraleja, sólo el relato duro y puro de los sucesos elegidos para contar el devenir de una vida, El bar de las grandes esperanzas gana y convence por una razón simple: está contado con honestidad.

Moehringer, periodista de prosa exacta y transparente, ganó un premio Pulitzer por un reportaje notable. Decir que su libro está bien escrito no es del todo exacto, ni justo. El suyo es un libro con una escritura limpia, precisa, clara, de una aparente sencillez que me ha despertado una admiración incondicional. Y con todo, aunque escriba estos libros, no creo que Moehringer logré otro libro igual. Me encantaría, como lector entusiasta, equivocarme en ese juicio.

Un libro así, que viene de lo más hondo, de lo más íntimo, de la mirada que extrae belleza de la amargura y el dolor es difícil que encuentre un par. Y con frecuencia ese libro solitario dice más que la docena de volúmenes de otros autores insulsos que desaparecerán sin remedio. Moehringer es de esos que escriben a partir de su experiencia pero se vierten por entero en un libro, a veces urgente, necesario, esencial.

El bar de las grandes esperanzas es uno de ellos, y por lo tanto buena literatura. A su manera, es un libro que no se agota. Aún no la comienzo, y ya empiezo a gozar de los placeres de la primera relectura.