El oficio de escritor ofrece la posibilidad de una trayectoria tan larga como la vida misma, con frecuencia hasta el fin de los días del autor. Es posible escribir bajo condiciones adversas, en los sitios más inesperados, en el encierro y en el exilio, de día y de noche, con lluvia o sol.
Nada impide por sí mismo que alguien escriba salvo la ignorancia totalitaria del censor. Algunos, muy enfermos o venerablemente ancianos han dictado sus últimas obras (a juzgar por los ejemplos de algunos de los más grandes, la ceguera no es un obstáculo para la poesía). Tampoco nada obliga a un retiro, a una dimisión.
Aunque no se haya escrito ni publicado en mucho tiempo, aunque pareciera que el silencio y la desidia o el desgano se han impuesto siempre es posible el zarpazo inesperado y postrero de un poema, un ensayo o una novela. Mientras no se pierda lo que Cortázar llamó la fascinación de las palabras, mientras bulla la imaginación, y el estímulo del mundo y de la vida misma continúen animando el pensamiento, un escritor seguirá activo.
La condición de escritor está en la mirada, en el acto incesante de develar e interpretar el mundo y está en lo suyo aunque no escriba ni una palabra. No es necesario siquiera que tenga algo trascendente que decir, basta la voluntad de escribir, el goce y el deseo de hacerlo o la severa obligación impuesta por el cumplimiento irrestricto de un deber. El ejercicio del oficio tiene razones y secretos no del todo claros ni conocidos. El don de la escritura misma tiene algo de misterio.
Enrique Vila-Matas ha dedicado un libro, Bartleby y compañía, para comprender a los que de pronto dejan de escribir, a veces sin motivo evidente, y ha reunido una colección de historias y casos en su búsqueda de las razones de esa extraña conducta.
La sección mexicana de los bartlebys, ese club mundial de los que renuncian por siempre a la escritura, está presidida por un escritor portentoso, tal vez el mejor de los nuestros. Juan Rulfo imaginó un par de libros definitivos, inagotables, de una profundidad sin fin, dos obras maestras; las realizó y luego a otra cosa. De la palabra iluminada al silencio.
Tal vez un escritor así, después de alcanzar la cumbre, con clarividencia y sabiduría pretenda evitarse los sinsabores de la innoble tarea de superarse a sí mismo, esquivar el abismo de la repetición, la condescendiente conmiseración de críticos y lectores, el amargo vértigo de la acechante decadencia.
Carlos Fuentes murió a los ochenta y tres años con un libro más en proceso y estoy seguro de que no le hubiera disgustado caer fulminado sobre su máquina de escribir.
Escribir libros, en particular novelas muy extensas, exige una dedicación con voluntad inquebrantable que puede ser agotadora. El dominio de un oficio, aun la maestría absoluta, no garantiza que habrá un libro más y tampoco que el siguiente será tan bueno como el mejor que ese autor haya escrito.
Pareciera que cada libro tiene su sino y que el ejercicio del don de la escritura tiene algo de azaroso y novelesco. Sería estupendo dejar de escribir a tiempo, pero casi siempre el silencio viene por otras razones.
Tal vez por eso, a pesar de lo dicho, no sorprende que un escritor con muchos años encima dejé de escribir sino que anuncie su retiro y que esa proclama de jubilación voluntaria tenga en la prensa un carácter semioficial de muerte cívica con declaraciones, lamentos, despedidas solemnes, obituarios literarios y valoraciones y juicios que se pretenden definitivos.
Philip Roth e Imre Kertész se han despedido de la escritura. Roth, a los setenta y nueve años, con una bibliografía de más de treinta títulos, casi todos novelas, se despidió así: «No quiero leer ni escribir más. He dedicado mi vida a la novela: he estudiado, he enseñado y he leído. He dejado fuera casi todo lo demás. Ya basta. Ya no siento ese fanatismo por escribir que sentía antes.»
Roth, modelo de escritor profesional, de esos que escriben con disciplina ejemplar para publicar un libro al año, se ha cansado. Lavorare stanca (Trabajar cansa), es el título de un libro de poemas de Cesare Pavese. Los poetas saben lo que dicen.
Imre Kertész, el primer húngaro en recibir el premio Nobel, de ochenta y tres años, dice: «Ya no quiero escribir. Mi obra, que está tan relacionada con el Holocausto nazi, ha concluido para mí.» Sobreviviente de los campos de Auschwitz y Buchenwald, cree que ya no tiene nada que decir porque da por concluida su literatura sobre la experiencia fundamental de su vida: «El campo de concentración sólo puede imaginarse como texto literario, no como realidad.»
Si hacer literatura es contar el mundo, decir y cantar lo que mueve y sorprende, lo que uno se encuentra y la imaginación descubre, siempre hay razones para escribir. Renunciar a hacerlo, a no tomar más la pluma e iniciar una escritura en un cuaderno nuevo, es cerrar el capítulo trascendente de una vida dedicada a las palabras.
Nadie acaba una obra porque nadie termina nunca de contarlo todo, pero al parecer también la literatura y la vida misma cansan. Así y sólo así se entiende que un escritor declare que ya ha puesto el punto final.