La novela corta es un género que permite
rozar la perfección. La brevedad y la prosa contenida pueden generar tensión y
sutilezas muy estimulantes para la imaginación. Como una pequeña obra maestra Todas las mañanas del mundo es un modelo
porque sus páginas de impecable belleza sugieren y revelan mucho más de lo que
dicen. Pascal Quignard es uno de los escritores más solitarios y asilados de
nuestros días. Cada uno de sus libros, ¡y ha escrito tantos!, es raro, único e
irrepetible.
Esta joya, preciosa como una viola del
siglo XVII, es astuta, fina, sutil. Todo está ahí y todo
alcanza su lugar: la cruda o procaz fisiología, el sino intenso de un músico,
el señor de Sainte Colombe, a merced de los demonios de su arte, su maestría,
la melancolía y la nostalgia.
Historia de un duelo conyugal, una historia de
amor a su manera, a destiempo, es también la historia de la relación de un
hombre con el poder absoluto, de un maestro al que la fama lo perturba, un
padre que se afana en educar a sus niñas. La llegada de un joven llamado Marin
Marais en busca de un maestro a la casa de Sainte Colombe será la piedra de
toque del destino de éste y sus hijas.
Todo está ahí, el paso del tiempo, una
nueva ilusión, la búsqueda del alma de la música mucho más allá del dominio de
la técnica. Todas las mañanas del mundo
(la película del mismo nombre, de Alain Corneau, tiene su encanto) es una
novela para la memoria dotada de luz e inteligencia; un libro pleno de sabiduría
y palabras justas que evoca, con sutil sensibilidad e imaginación, el goce
único e inmenso, el consuelo inefable de la música.