El inicio de un año, el comienzo de un nuevo ciclo, es el
tiempo propicio para hacer, después de profundas y largas reflexiones, una
lista con toda suerte de promesas, propósitos y enmiendas como si al
vencimiento de una fecha se agotaran por arte de magia las razones y
condiciones de tantas cosas que quisiéramos acabar o mejorar en nuestras vidas.
La voluntad de ser mejores es una constante que perdura implacable a través del
tiempo en justa correspondencia con los sucesivos fracasos de otros tantos
intentos.
Procrastinar (del latín: procrastinare:
diferir, aplazar) es un verbo que no solemos conjugar pero cuyo significado
conocemos bien porque lo ejecutamos, por omisión, a pesar de sus consecuencias,
con asombroso rigor e impecable constancia. Los abuelos tenían el remedio en un
refrán: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Las agendas y los
calendarios, los programas y objetivos son antídotos para esa tendencia a
posponer las acciones en una fuga al infinito.
Procrastinar, ya sea un pequeño asunto o posponer para
mañana lo decisivo, la gran obra, el gran proyecto, el amor o la vida misma (mañana empezaré a vivir), es más que un defecto y un vicio. Procrastinar puede
ser la expresión de una filosofía, de un estado superior del ánimo o la conciencia, de una posibilidad de la condición humana que pueden ser elevados,
por espíritus virtuosos, al punto de la obra maestra, como una más de las
bellas artes.
Ellos saben que no es simple pereza ni falta de entusiasmo,
sino un acto de honda rebeldía, una inmovilidad y desprecio metafísico por ciertos
asuntos, una aceptación profunda del orden cósmico, una resignación a ciertas
manifestaciones de un estado del mundo. Procrastinar puede ser una acción positiva
y activa porque alguien así lo ha decidido o porque revela una sabiduría no exenta de
poética y contradicciones debidas a la certeza inmutable de que el cambio
trascendente, como a veces la vida, está en otra parte.
Para decirlo con Constantino Kavafis, quien comprendía que el
sentido de su poesía se afirmó en la vida disoluta de su juventud y que por
ello sus remordimientos no lo han detenido mucho tiempo, sabemos bien, aunque
nos engañemos con los ojos abiertos y no nos resignemos a las constantes
pruebas y la múltiples evidencias, que los propósitos de enmienda no duran más de
dos semanas.