30 de diciembre de 2012

Caronte viaja en el metro

El lunes 15 de octubre de 2012 una mujer joven se arrojó a las vías del metro de la ciudad de México. Escuché la noticia en un noticiario de la radio de las ocho de la mañana. No será la última en hacerlo. Hace ya muchos años en el metro había carteles de una campaña de prevención del suicidio de adolescentes con mensajes positivos, motivadores, y un número telefónico de orientación y ayuda.

Recuerdo la fecha porque esa mañana tenía una cita y la anoté en una agenda. La persona convocada no llegó al encuentro y después me dijo que se había suspendido el servicio de la Línea B porque una suicida se había lanzado a las vías al paso del convoy en la estación Garibaldi poco antes de las siete y media.

El 5 de diciembre de 2012 un hombre fue arrollado en el metro de Nueva York, cerca de Times Square. Ki-Suck Han, de 58 años,  intentó desesperadamente durante largos minutos subir al andén y no lo consiguió. Su muerte tiene tres elementos más que la hacen digna de reflexión. 

Un video revela que fue lanzado a las vías por un hombre con el que había discutido (el sospechoso fue arrestado por la policía). Nadie lo ayudó a subir al andén y un fotógrafo registró la foto más oportuna de su vida, justo unos segundos antes de que el convoy destrozara a la víctima.

El fotógrafo, pasajero que esperaba el metro, no sólo no lo ayudó, sino que tomó esa foto que publicó el diario The New York Post en primera plana, enorme, con un encabezado macabro, joya de la prensa amarillista: "Condenado. Arrojado al metro, este hombre está a punto de morir". La indignación y el escándalo sobre la responsabilidad ética de los medios y sus límites fueron inmediatos.

El 29 de diciembre de 2012, también en Nueva York, la policía arrestó a Érika Menéndez acusada de homicidio en segundo grado, motivado por odio, al empujar por la espalda a Sunando Sen, de 46 años, inmigrante indio, a las vías del metro en la estación 40 Street-Lowery en Queens. 

Menéndez, indigente, al parecer con trastorno bipolar, ha admitido que empujó a la víctima el jueves 27 de diciembre porque odia a los hindúes y a los musulmanes desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. Si es declarada culpable, podría pasar al menos veinticinco años en la cárcel.

Menéndez “está acusada de cometer la peor pesadilla de todo usuario del metro: ser arrojado de repente y sin sentido a las vías de un tren que se aproxima", dijo el fiscal del distrito de Queens, Richard Brown.

Dicen las crónicas periodísticas que en 2012, 139 personas fueron arrojadas a las vías del metro neoyorkino y 54 de ellas perdieron la vida según un vocero del Transporte Metropolitano. Son demasiadas. A la muerte, la que ejecuta con violencia, le gusta viajar en el metro.

Yo recuerdo con gozo los miles de kilómetros que viajé en el metro mientras leía ávidamente sentado o de pie. Gracias a Julio Cortázar, en particular a la novela El perseguidor (Johnny Carter perdió un saxofón en el metro de París) y “Manuscrito hallado en un bolsillo”, cuento magistral de cuyo efecto devastador, tantos años después, no he podido reponerme, aprendí que el metro es mucho más que un medio de transporte, y que el juego de trenes y estaciones, correspondencias, escaleras que suben y bajan a profundidades considerables pueden ser esencialmente literarios.

En los túneles y la oscuridad, bajo tierra, en las entrañas de las ciudades, con iluminación artificial y absolutamente irreal, en la velocidad y el movimiento, no es difícil cifrar una vida o encontrar un gran amor, un poema revelado, el secreto de la dimensión del tiempo, un destino. 

En el metro se refugia la gente para protegerse de los bombardeos, para esconderse, para encontrar refugio, para pasar la noche con menos frío; ahí encuentran un sitio los que no tienen ninguno y han sido expulsados hasta de las calles de las grandes ciudades. Viajar en metro puede ser una lección de metafísica, un acto preparatorio, un paseo atroz o dichoso por el laberinto, un encuentro con el absurdo. Gracias a Cortázar descubrí que algo esencial puede hallarse al bajar las escaleras de cualquier estación del metro.

Ahora, más que nunca viajar en el metro se ha convertido en un acto peligroso. Una mujer se quita la vida por una depresión profunda o una decepción amorosa o porque se ha quedado embarazada o sin trabajo, con deudas o sin escuela; un hombre arroja a otro por una discusión seguramente irrelevante, un simple contratiempo sin importancia que ha tenido consecuencias fatales; una mujer arroja sin más a un hombre por odio a los musulmanes.

Me pregunto si Caronte, el barquero, el encargado de llevar el alma al otro lado del río Aqueronte, en un ataque de modernidad, no habrá decidido dejar la barca por un tiempo y usar el metro para ejercer su oficio. Tal vez no hay tanta diferencia entre llevar un óbolo bajo la lengua y meter un boleto en el torniquete y bajar las escaleras, descender, adentrarse en la tierra, seguir los propios pasos de cada quien en busca o encuentro del destino, en cualquier estación de metro, de cualquier ciudad del mundo.