Henry Miller, que era un gran mentiroso, un embustero
encantador, además de un buen escritor, pornógrafo y la conciencia libertaria
de su generación, cuenta en alguno de sus libros que uno de sus amigos tenía el
don de vivir casi sin dinero, que podía vivir un año con la cantidad que otros
gastaban en un mes.
Miller, que tampoco tenía jamás ni un dólar en el bolsillo, sentía
que era un despilfarrador al lado de aquel modelo de austeridad espartana. El
amigo del novelista apenas consumía, no se daba lujos y evitaba cualquier
gasto, aunque no fuera superfluo siempre que fuera posible.
Uno los aspectos de los Estados Unidos que sacaba de quicio
a Miller (la sociedad estadounidense vive la pesadilla del aire acondicionado,
decía) era el consumo desmedido, el desperdicio, el gasto sin medida, la
posesión inútil, la búsqueda de la felicidad a través de la acumulación de
riqueza. No le faltaba razón.
En un cuaderno tengo un apunte para un cuento. Un hombre decide
hacer su vida más sencilla, en busca de lo elemental y lo imprescindible de la
vida. El primer paso de su plan, tal vez el más difícil de lograr, consiste en
convertirse en un ser libre, completamente libre, con las menos ataduras y
apegos posibles.
Comprende que el camino no es irse a una isla desierta, a
una cabaña perdida en un espeso bosque ni ingresar a un monasterio de clausura.
No quiere dejar su ciudad, no alejarse de su familia y sus amigos. Tampoco
quiere desechar nada por sí mismo. Sólo quiere menos ataduras, comprar menos y
vivir mejor.
Decide vender su coche y usar el transporte público y, en
medida de lo posible caminar por la ciudad, hacerse un viandante. También
considera necesario para sus fines guardar las tarjetas de crédito en un sobre
sellado y olvidarlo en el fondo de un cajón. Apagará de una vez por todas el
televisor salvo para ver cine y, por último, se olvidará del dispositivo
inteligente que lleva siempre en el bolsillo (lo guardará apagado o sin batería
en el mismo cajón en el que sepulta las tarjetas). Sin celular, dice, volveré a
mirar el cielo.
¿Es posible vivir así? Ese es el nudo del cuento, pero si no
fuera posible tal vez hemos perdido el rumbo por completo. Cambiará, por
supuesto, la vida de ese hombre. Imaginar la vida sin esos cuatro pilares de la
cultura y la civilización de nuestros días es un ejercicio que se antoja tan
arduo de llevar a cabo como necesario para saber si, al dejarlos a un lado,
alguien puede sentirse más libre.
En los Estados Unidos, el país de Henry Miller, el del
consumo sin medida como quintaesencia de la alegría y el bienestar (algunos
pensarán que de la felicidad) los sociólogos y otros analistas han encontrado
las señas de identidad de una nueva generación, y en un mundo globalizado y
cada vez más interdependiente, tarde o temprano lo que pasa allá sucede aquí.
Los llamados millennials
son jóvenes entre los dieciocho y los treinta años que han modificado sus formas de vida y hábitos de consumo con respecto a otras
generaciones. Pronto los millennials,
a veces llamados generación y, serán
una mayoría abrumadora de la fuerza laboral del mundo.
Estos chicos se empeñan como gato boca arriba en ser
adolescentes hasta los cuarenta años. Pertenecen a la generación más educada
de la historia de la humanidad y padecerán la peste del desempleo. No son
racistas, son tolerantes y usan juguetes
digitales de alta tecnología desde que nacieron. Y si bien les han tocado
tiempos de alto desempleo, recesión y desastres financieros tienen un estilo de
vida, características y hábitos de consumo muy definidos.
Compran menos coches y casas (no piensan pasarse la vida pagando una hipoteca)
que las generaciones anteriores, desconfían y huyen de los bancos como del diablo. Y aunque ganen menos dinero, prefieren trabajar en empresas que no sean
gigantes de rapiña y usura, y si pueden ser verdes o limpias o socialmente
responsables, mejor.
Por supuesto, viven atrapados en las redes sociales. Tienen
un teléfono inteligente que no sueltan ni apagan ni para dormir, y Facebook es
su mejor vínculo con el mundo exterior. Compran desde su iPad o su computadora
o su teléfono celular, se casan más tarde que nunca y no se identifican con
ningún partido político.
Sus manías y fobias, sus hábitos de consumo, los definen
como generación. Dice una consultora británica que si Apple abriera un banco
tendría millones de clientes desde el primer día, y eso que la de los millennials es una de las generaciones financieramente
más conservadoras de la historia, la que menos confianza tiene en los
instrumentos económicos, en el dinero. Aunque también es cierto que gastan
mucho, mucho más de lo que lo hacían sus padres y sus abuelos.
Aunque en Estados
Unidos viven ya abrumados por las deudas de sus becas universitarias, tienen
marcas fetiche, favoritas, y son exigentes e impacientes. Compran por Internet,
comparan precios, y les encantan que les entreguen sus compras a domicilio en veinticuatro
horas.
Se guían por las recomendaciones de las redes sociales y
desconfían de la propaganda gubernamental y de la publicidad. Sus hábitos de
consumo son distintos a los de cualquier otra generación. Además se pasarán más
de media vida en tenis y camiseta y comerán más frutas y verduras que sus
padres, abuelos y bisabuelos juntos.
También los millennails
son el grupo de jóvenes adultos más endeudado de la historia de los Estados
Unidos, y ese hecho se reproducirá en muchos otros países. ¿Qué pensaría Henry
Miller de ellos y su circunstancia? ¿Qué diría del personaje del cuento?