13 de marzo de 2015

Entre Henry Miller y los millennials

Henry Miller, que era un gran mentiroso, un embustero encantador, además de un buen escritor, pornógrafo y la conciencia libertaria de su generación, cuenta en alguno de sus libros que uno de sus amigos tenía el don de vivir casi sin dinero, que podía vivir un año con la cantidad que otros gastaban en un mes.

Miller, que tampoco tenía jamás ni un dólar en el bolsillo, sentía que era un despilfarrador al lado de aquel modelo de austeridad espartana. El amigo del novelista apenas consumía, no se daba lujos y evitaba cualquier gasto, aunque no fuera superfluo siempre que fuera posible.

Uno los aspectos de los Estados Unidos que sacaba de quicio a Miller (la sociedad estadounidense vive la pesadilla del aire acondicionado, decía) era el consumo desmedido, el desperdicio, el gasto sin medida, la posesión inútil, la búsqueda de la felicidad a través de la acumulación de riqueza. No le faltaba razón.

En un cuaderno tengo un apunte para un cuento. Un hombre decide hacer su vida más sencilla, en busca de lo elemental y lo imprescindible de la vida. El primer paso de su plan, tal vez el más difícil de lograr, consiste en convertirse en un ser libre, completamente libre, con las menos ataduras y apegos posibles.

Comprende que el camino no es irse a una isla desierta, a una cabaña perdida en un espeso bosque ni ingresar a un monasterio de clausura. No quiere dejar su ciudad, no alejarse de su familia y sus amigos. Tampoco quiere desechar nada por sí mismo. Sólo quiere menos ataduras, comprar menos y vivir mejor.

Decide vender su coche y usar el transporte público y, en medida de lo posible caminar por la ciudad, hacerse un viandante. También considera necesario para sus fines guardar las tarjetas de crédito en un sobre sellado y olvidarlo en el fondo de un cajón. Apagará de una vez por todas el televisor salvo para ver cine y, por último, se olvidará del dispositivo inteligente que lleva siempre en el bolsillo (lo guardará apagado o sin batería en el mismo cajón en el que sepulta las tarjetas). Sin celular, dice, volveré a mirar el cielo.

¿Es posible vivir así? Ese es el nudo del cuento, pero si no fuera posible tal vez hemos perdido el rumbo por completo. Cambiará, por supuesto, la vida de ese hombre. Imaginar la vida sin esos cuatro pilares de la cultura y la civilización de nuestros días es un ejercicio que se antoja tan arduo de llevar a cabo como necesario para saber si, al dejarlos a un lado, alguien puede sentirse más libre.

En los Estados Unidos, el país de Henry Miller, el del consumo sin medida como quintaesencia de la alegría y el bienestar (algunos pensarán que de la felicidad) los sociólogos y otros analistas han encontrado las señas de identidad de una nueva generación, y en un mundo globalizado y cada vez más interdependiente, tarde o temprano lo que pasa allá sucede aquí.

Los llamados millennials son jóvenes entre los dieciocho y los treinta años que han modificado sus formas de vida y hábitos de consumo con respecto a otras generaciones. Pronto los millennials, a veces llamados generación y, serán una mayoría abrumadora de la fuerza laboral del mundo.

Estos chicos se empeñan como gato boca arriba en ser adolescentes hasta los cuarenta años. Pertenecen a la generación más educada de la historia de la humanidad y padecerán la peste del desempleo. No son racistas, son tolerantes y usan juguetes digitales de alta tecnología desde que nacieron. Y si bien les han tocado tiempos de alto desempleo, recesión y desastres financieros tienen un estilo de vida, características y hábitos de consumo muy definidos.

Compran menos coches y casas (no piensan pasarse la vida pagando una hipoteca) que las generaciones anteriores, desconfían y huyen de los bancos como del diablo. Y aunque ganen menos dinero, prefieren trabajar en empresas que no sean gigantes de rapiña y usura, y si pueden ser verdes o limpias o socialmente responsables, mejor.

Por supuesto, viven atrapados en las redes sociales. Tienen un teléfono inteligente que no sueltan ni apagan ni para dormir, y Facebook es su mejor vínculo con el mundo exterior. Compran desde su iPad o su computadora o su teléfono celular, se casan más tarde que nunca y no se identifican con ningún partido político.

Sus manías y fobias, sus hábitos de consumo, los definen como generación. Dice una consultora británica que si Apple abriera un banco tendría millones de clientes desde el primer día, y eso que la de los millennials es una de las generaciones financieramente más conservadoras de la historia, la que menos confianza tiene en los instrumentos económicos, en el dinero. Aunque también es cierto que gastan mucho, mucho más de lo que lo hacían sus padres y sus abuelos.

 Aunque en Estados Unidos viven ya abrumados por las deudas de sus becas universitarias, tienen marcas fetiche, favoritas, y son exigentes e impacientes. Compran por Internet, comparan precios, y les encantan que les entreguen sus compras a domicilio en veinticuatro horas.

Se guían por las recomendaciones de las redes sociales y desconfían de la propaganda gubernamental y de la publicidad. Sus hábitos de consumo son distintos a los de cualquier otra generación. Además se pasarán más de media vida en tenis y camiseta y comerán más frutas y verduras que sus padres, abuelos y bisabuelos juntos.

También los millennails son el grupo de jóvenes adultos más endeudado de la historia de los Estados Unidos, y ese hecho se reproducirá en muchos otros países. ¿Qué pensaría Henry Miller de ellos y su circunstancia? ¿Qué diría del personaje del cuento?