En el vestíbulo de un edificio encontré una breve exposición de fotos de Juan Rulfo. No la esperaba, y aunque tenía prisa me detuve un momento a mirarlas, a recordar que fue un gran fotógrafo. Al llegar a casa, muchas horas después, tenía muy viva la impresión de aquellas imágenes y busqué el libro con sus fotografías. Si Rulfo no hubiera escrito, bastarían sus fotos para seguir considerándolo, en esa situación imposible, un gran artista.
Pero en esa nueva visita a sus trabajos, con el libro abierto en la mesa del comedor, dejé de pensar en él como un artista que cultivara dos disciplinas y lo vi como un artista con dos habilidades; un artista con la misma actitud y la misma mirada, ya se aproximara con la palabra o con una cámara.
Las oraciones de Rulfo son tan claras y nítidas como sus fotografías. Y sus fotos se recortan con la fuerza y la precisión de sus cuentos, la contundencia de sus ambientes. Nada sobra en sus imágenes, y tampoco nada falta, en sus fotografías y en su literatura hay una lección impecable de austeridad y belleza.
Las fotos de Rulfo, en un juego intenso de blanco y negro, revelan la soledad, el olvido, el tiempo del campo mexicano, de pueblos y caseríos, de paisajes, en los que pareciera que sólo falta alguno de sus propios personajes para cobrar vida. El mundo visto a través de la lente de Rulfo tiene los atributos de su literatura y es rotundamente rulfiano.
Las palabras y las imágenes no literarias de Rulfo tienen mucho en común. Hay algo que comparten en la mirada y la economía de recursos, en la expresión lacónica y en el encuadre impecable de cada toma, de cada oración.
Pareciera que hay una sintaxis que va de sus oraciones a sus fotos, una gramática común que impera en sus fotos y sus escritos. La belleza, sustentada en esa aparente sencillez, en la claridad y precisión, es a un tiempo visual y textual. Rulfo escribía cuando fotografiaba, y cuando hacia una foto escribía una historia.
12 de marzo de 2015
Las fotos de Juan Rulfo
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