Entré al
café a tomar notas para un relato. Tenía cuarenta y cinco minutos antes de la
hora del taller de lectura. Pedí un expreso y fui a sentarme a la única mesa
libre. Elegí la silla en la que tendría más luz. Enfrente de mí, al fondo, a unos
tres o cuatro metros, junto al ventanal, en un encuadre perfecto, al centro,
sin obstáculos, estaba la pareja.
Ella, a la
derecha, mostrándome el lado izquierdo de su perfil griego. Muy delgada, de
rasgos finos sin llegar del todo a bonita, con una trenzas delgadas que se
enlazaban en la nuca sobre el cabello a los hombros. Llevaba ropa deportiva,
oscura. Él, a mi izquierda, frente a ella, llevaba el cabello muy corto y una
barba muy cuidada, a la moda, pantalones claros y una camiseta. Eran muy jóvenes,
acababan de dejar atrás la adolescencia.
Eran una
pareja de jóvenes adultos, al principio de sus veinte años. No llevaban
mochilas ni bolsos ni tabletas ni computadoras; tampoco usaron sus teléfonos. Los
imaginé estudiantes universitarios. Nada había de particular en ellos, pero
pronto supe que era su primera cita. Se veían en las aulas y los pasillos, tal
vez eran compañeros de clase y se sentaban juntos; aunque quizá no estudiaban
la misma carrera pero se conocían, seguro tenían amigos en común.
Yo no
escuchaba ni una palabra de lo que decían, pero su conversación fluía, uno y
otro tomaban la palabra, se reían. Sin saberlo medían el terreno. Aún había una
distancia, aguardaban con las espaldas en los respaldos de las sillas, como si
no hubiera llegado su hora o no supieran qué esperar. Estaban en el filo de un plano
superior de su relación.
En su mesa
sólo había un vaso con naranjada y un capuchino. Ella se estiraba las mangas y
se cubría con ellas las manos. Subía los pies a la silla y se abrazaba las
rodillas con ambas manos, encerrándose en sí misma. No era un gesto elegante.
Luego las soltaba, se llevaba las mangas (con las manos ocultas) a la cara, se
revolvía en la silla. Él no se movía, pero movía mucho las manos al hablar.
Mi mirada
iba de la pareja al cuaderno. En la mesa de enfrente y en la página en blanco
estaba por suceder algo. En la mesa, un amanecer; en el cuaderno, la crónica de
eso que emergía. Todo comienzo es distinto, y ellos no sabían por dónde
avanzar.
La
conversación, supongo, dejó de ser anecdótica y poblada de nombres y lugares
comunes. Tal vez empezaban a hablarse en verdad, a decirse al fin lo que tenían
que decir. Sus movimientos fueron más pausados, se miraban atentos, se concentraban
en ellos mismos.
Ella dio un
sorbo a su capuchino y lo puso en la orilla de la mesa, junto a la ventana. Él
hizo lo mismo con su naranjada. Ella adelantó la silla, se acercó a la mesa,
puso los brazos en la mesa, las manos seguían ocultas en las mangas.
Él acercó
sus manos a la mesa y las dejó en reposo, muy quietas. Ella retiró las manos, y
las movía a los lados, las llevaba a su pelo, y volvían a posarse en la mesa. Él
mantenía las suyas inmóviles.
La
conversación era cada vez más íntima, más seria. Ya no tomaban sus bebidas, ya
no se distraían. Estaban solos en el mundo, y se bastaban a sí mismos. Estaban
construyendo el tú y yo. Pero todavía faltaba un poco más. Esas palabras justas
y necesarias como un puente que habría que cruzar con las miradas, las manos,
las bocas.
Ella sacó
las manos de las mangas tímidamente, como si salieran dos conejitos blancos de
su madriguera. Y se quedaron muy quietas, no lejos del centro de la mesa. Mientras
ellos hablaban, y tenían mucho que decirse, las manos de él, lentas como dos
caracoles después de la lluvia, emprendieron el gran viaje al centro de la
mesa. Era un empresa enorme y arriesgada: tal vez sería les posible acariciar suavemente
a los conejitos.
Las manos
caracoles hicieron el viaje, las manos conejitos aguardaban. Las palabras y las
miradas lo eran todo en el aire, en los oídos, en los ojos y la imaginación. La
respiración agitada o un corazón acelerado podría delatarlos, por ello estaban
muy quietos y atentos, mientras las manos se acercaban. Tal vez los conejitos
se acercaron un poco más al centro de la mesa; los caracoles seguían su penosa
marcha, sabían que tendrían una recompensa maravillosa.
La
conversación seguía, cada vez más intensa, más íntima, más tú y yo. Es arduo y
complicado construir un nosotros. Ya no había marcha atrás, los delataban sus
miradas, un leve rubor, la risa nerviosa. En el microuniverso de una mesa
estaban solos (en el café había dos docenas de parroquianos; detrás del
ventanal, el mundo). Un suceso común, no por ello menos maravilloso, íntimo y
secreto sucedía ante nosotros.
Entonces,
con timidez, las manos caracoles se hicieron de valor y rozaron a las manos
conejitos blancos que no se movieron, resistieron estoicos el llamado del amor.
Las manos caracoles acariciaron suavemente las manos conejitos como si lo
hicieran no en el dorso sino el lomo.
Las miradas estaban fijas en el centro de
la mesa. Las manos caracoles tomaron las manos conejitos, que aceptaron
gustosas y respondieron tomando a su vez para sí a las manos caracoles. Las
manos se acariciaban y conocían por primera vez. Celebraban con alegría la
magia su encuentro.
Miré el
reloj. Habían pasado cincuenta minutos. Cerré el cuaderno con la página en
blanco y me fui. Había sido el testigo privilegiado del nacimiento de algo
trascendente para ellos. Los dejé ahí, conversando, mirándose sin cesar, por
primera vez tomados de las manos que ya no se soltaron. No es difícil imaginar
lo que muy pronto sucedería entre ellos.