Tomar una buena taza de café en la mañana debería ser uno de los derechos humanos. De San Petersburgo a Santiago de Chile, de Pekín a Lisboa, millones y millones de personas, tal vez la mayoría, al despertar buscan, con el pan de cada día, su dosis de cafeína, ya sea con café, té, té verde, yerba mate, refrescos de cola, bebidas energizantes o un chocolate.
Recuerdo un extenso reportaje sobre el café en National Geographic. Es el segundo o tercer producto con mayor demanda en el mundo, y sentarse a beber una taza de café es uno de los pocos puntos de total acuerdo que podría haber entre rivales y enemigos, antagonistas políticos, ideológicos, religiosos.
El gusto por beber café ha dado lugar a sitios que llevan su nombre, y los cafés o cafeterías son sitios vinculados a otros placeres, como la conversación, la lectura, el ajedrez. Tomamos café para mantenernos alerta, para soportar las largas jornadas, para trabajar o estudiar de noche. La primera invitación de un cortejo suele ser a tomar un café.
El derecho a un café temprano en la oficina debería estar en los contratos laborales. Y también la calidad del café y la forma de prepararlo (un buen café hecho por un barista competente con granos de café de calidad en una máquina italiana es una de las formas del paraíso en la Tierra). La cafetera que ofrecen cada mañana en la oficina me remite a un verso de César Vallejo: aceite funéreo, el café.
El brebaje de esa cafetera, flojo, de color indefinido y sabor lamentable podría arrojar resultados insospechados en un análisis químico. Es tan malo que es preferible, si no hay otra opción, un café soluble.
La literatura, ciertos pasajes, se anidan en la memoria o se empozan en el alma. Mientras me empeño en sacar con una cucharita de plástica los últimos granos del frasco, recordé al protagonista de El coronel no tiene quien lo escriba, que, cuenta García Márquez: «con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.» El coronel le ofrece a su mujer el café y le miente, le dice que él ya bebió su taza en la cocina; los hechos, raspar así el tarro y mentir resultan en una de las imágenes más poderosas sobre la miseria absoluta.
Mientras voy en busca de agua caliente para mi café soluble, recordé otro pasaje de la literatura sobre el café, que también aparece en una escena de pobreza y miseria, material y moral. En El perseguidor, de Julio Cortázar, cuenta Bruno, el narrador, que ha ido a visitar a Johnny, un saxofonista genial que ha perdido el saxofón, a la paupérrima habitación de hotel en la que está alojado: «Entonces Dédée me ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.»
El café de la oficina es infame, pero mi situación no tiene punto de comparación con la del coronel o la de Johnny. Me siento reconfortado, después de todo mi taza de nescafé no está mal. No está mal, pero la insatisfacción nos mueve y estimula. En cuanto pueda saldré a la calle por un expreso doble.