Un joven director de orquesta francés hablaba en un español mucho más que correcto sobre su trabajo a ingenieros en sistemas, tecnólogos y expertos en software. Los organizadores de la conferencia pretendían mostrar cómo se alcanza la coordinación y la formación de grupos de trabajo en otras áreas de la actividad humana.
El director hablaba de la relación vertical con la orquesta, que él decide por todos y que no hay lugar para las dudas y muy poco para la improvisación. La orquesta no podía ser la suma de sus músicos sino un único instrumento, y la mano derecha señala con autoridad los tiempos y la izquierda la interpretación.
Hace años, en el Palacio de Bellas Artes, durante en un ensayo de la Deutsche Kammerakademie Neuss, una orquesta de cámara que vino a grabar una ópera con tema prehispánico con seis cantantes mexicanas, Gerardo Kleinburg, director de la Ópera, me hizo notar el juego erótico, la seducción entre un violinista y una chelista. Muy cerca uno de la otra, se miraban, se sonreían, se acercaban, se hablaban con sus instrumentos. Había un diálogo, un lenguaje corporal como si estuvieran solos y no en el escenario rodeados de una pequeña orquesta.
Es probable que no exista mayor coordinación entre todas las actividades humanas que a la que aspiran dos músicos que tocan la misma sonata, o los que vibran con el piano y la voz en las notas de una misma canción. Los músicos de una orquesta tienen que respirar al mismo tiempo, y atacar con la misma intensidad y duración cada nota. Sus entradas y salidas deben ser exactas, matemáticas, impecables. Y es justamente eso, el sonido vivo lo que motiva a escuchar a una orquesta en vivo en tiempos de alta tecnología y reproducción de alta fidelidad.
Sin embargo, una orquesta puede ser un microcosmos caótico y político, como lo mostró con genio Federicio Fellini en su película Ensayo de orquesta. La combinación de relaciones y conflictos laborales con un proyecto artístico y la figura con frecuencia autoritaria del director es altamente inflamable.
La calidad del ejecutante o instrumentista como un artesano según el joven director francés entra en pugna con su condición de miembro de un sindicato, y las envidias y resentimientos también son constantes. Todo, todo puede ser motivo de desacuerdos: salarios, horas extras, horarios, trajes, instrumentos, solistas y con frecuencia... el director. Una orquesta puede ser un surtidor de música o una fuente inagotable de desacuerdos, discordias y querellas.
He recordado todo esto, de pronto, al desembocar en un párrafo del musicólogo Luca Chiantore en su Beethoven al piano, un libro asombroso. Se refería a la conformación de la orquesta moderna, en el siglo XIX: «Una orquesta interpretando una sinfonía era realmente una sociedad en miniatura: una sociedad ideal, capaz de recordar las ciudades ideales del Renacimiento, con un soberano que las dirige y una aspiración a la perfección que no dejaba margen a lo irracional, a lo imprevisto, a la iniciativa individual improvisada. Una Utopía, precisamente.» Me parece que esto no ha cambiado.