24 de abril de 2011

Lecturas nocturnas de E. M. Cioran

En estas noches cálidas de abril, hasta muy tarde, leí Breviario de los vencidos de Cioran. No fue la primera vez que frecuentaba sus escritos, pero acaso ha sido el verdadero primer encuentro, ahora su lectura me deparaba un creciente gozo, una certeza en la incertidumbre, la confirmación de un escepticismo que podría ser el lema y la bandera de un navío que no conoce su derrota. Luego vi un documental sobre su vida y sentí una enorme simpatía por ese hombre un tanto cínico que no dormía y hablaba del sinsentido con lucidez. Luego leí con urgencia Ese maldito yo, y descubrí entre otras cosas a un autor de niebla y desasosiego, de tristezas sutiles y profundas. Por un instante vi su fragilidad: Todos estamos en el fondo de un infierno en el que cada instante es un milagro.

Ya no estoy en edad de entusiasmos intelectuales como los que sentí arrebatado por Cortázar y Camus, héroes absolutos de mi primera juventud, pero ahora me he sentido cerca de Cioran, de ese falso abandono y esa distancia hacia todas las cosas. Cioran me dice y me siento cerca de esa claridad, deslumbrante y cegadora: El que da un rodeo a la historia se desmorona violentamente en sí mismo. La clave, me digo, la fuerza de esas sentencias como latigazos es el prodigio de sus palabras pulidas y trabajadas hasta la perfección absoluta en cada oración; el estilo es mucho más que una exigencia literaria, […] es un arte de vivir, una ética dandy, fundada en la elegancia, la mesura, la gracia, el silencio. Me doy cuenta de que si bien Cioran es un maestro absoluto en el oficio de recordarnos verdades esenciales que en el fondo no quisiéramos oír: Solo estuviste y solo estarás. A perpetuidad, aun en sus provocaciones me despierta una simpatía perfecta como una partita o una suite: Sin Bach la teología carecería de objeto, la Creación sería ficticia, la nada perentoria. Si alguien debe todo a Bach es, sin duda, Dios.

Cioran fue un hombre que encontró por el camino de la razón y la renuncia, el ocio y la conversación con extraños en las calles de París, las sinrazones de este mundo y la maltrecha condición humana. Pero luego pareciera que se contradice, que encuentra una salida: Uno puede dudar absolutamente de todo, afirmarse nihilista, y, sin embargo, enamorarse como los más grandes idiotas. Esta imposibilidad teórica de la pasión, que la vida real no deja de malograr, hace que la vida tenga un encanto verdadero, incuestionable, irresistible. Se sufre, uno se ríe de sus sufrimientos, pero esta contradicción fundamental es tal vez, en definitiva, lo que hace que la vida aún valga la pena de ser vivida.

Aún no sé si seguiré leyendo uno tras otro todos los libros de Cioran. Tal vez por ahora he tenido suficiente, pero no es un asunto de lecturas a la medianoche, es otra cosa. No sé si la decepción, la desesperanza y la lucidez sean contagiosas. Espero, en verdad, que no esté volviéndome un pesimista diletante con aspiraciones profesionales. En esta mañana en que escribo, pienso, acaso, que ya lo soy.