A veces la vida de un escritor, la leyenda del origen de una obra, gana fama, se extiende y acaba por imponerse y suplantar al libro al que se debe. Yo conocí algunos aspectos de la biografía de Elizabeth Smart antes que su novela. Para ella, ahora lo sé, su vida y su obra fueron dos expresiones de un mismo impulso, de una misma actitud, de la misma manera de estar, de ser.
Elizabeth Smart vivió como escribió y escribió como vivió, por ello es una autora esencial y vital como pocas: entre vivir y escribir no hizo diferencias. Un día, muy joven, leyó unos poemas de George Barker y decidió, antes de conocerlo, que ese hombre sería el amor de su vida. Lo fue, y el padre de sus hijos, aunque él estuviera casado.
La historia de Elizabeth Smart y George Barker fue cualquier cosa menos un cuento de hadas. El amor y el desamor, los tiempos y destiempos, los celos, el alcohol y el egoísmo tejieron las tramas de sus amores clandestinos, de esas vidas, a su modo, unidas para siempre. Luego, la intromisión de la familia, la policía, la pobreza, la moral pública, la distancia, fueron el complemento perfecto de la leyenda.
En Grand Central Station me senté y lloré (By Grand Central Station I Sat Down and Wept) es la novela, si es que es una, que ha trascendido a esos amores. Pero que nadie piense en una novela rosa ni una historia de amor domesticado. En realidad es un libro sobre la pasión sin límites, rabiosamente inteligente y sensible de cuya lectura uno sale devastado, con la conciencia perdida y el alma maltrecha. Así me ha sucedido, pero conservé la lucidez necesaria para apenas decirme: “Sí, esto es una pequeña obra maestra, aturdimiento y vino para los enamorados”.
En estas páginas se levanta una flor perfecta de cierta literatura en estado puro cuya intensidad no podría ser mayor, que no podría contener más poesía (ni más referencias ocultas), ni más dolor y acaso, si es posible, más amor. Amor (con alta inicial) atraviesa esta historia, pero el amor también es sufrimiento.
Después de cerrar el libro, muchas horas después de su lectura, en mi ánimo sigue intacto el asombro y tengo la sospecha de que me ha sido dado gozar (y sufrir) de algo extraordinario, ser testigo y vivir un prodigio literario y amoroso que se extiende más allá de la leyenda y la última página.
25 de octubre de 2010
Elizabeth Smart lloró en Grand Central Station
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