27 de agosto de 2019

La vida y el caos

La vida tiende al desorden, al caos. Una mañana cualquiera uno se queda dormido y llega tarde al trabajo. Otro día, justo antes de salir a tiempo, se tira el café caliente en la camisa blanca. También, a veces, se acaba el gas, la computadora se queda sin batería a mitad de un documento urgente o las llaves no aparecen por ningún lado. Y todo esto tiene desagradables consecuencias.

Si uno no va de compras, lo lamentará a la hora de la cena o no podrá lavarse los dientes con dentífrico. Si uno deja de fregar los trastos dos días no sólo no encontrará un vaso limpio para el siguiente desayuno y tendrá más que un montón de platos y ollas sucios: habrá erigido por omisión una versión doméstica del caos, sin contar la asombrosa fila de hormiguitas que va de la ventana al fregadero.

Corremos cada día para cumplir con lo urgente y lo necesario. Si bajamos la guardia, si dejamos un día de luchar contra esa tendencia al caos, el coche se queda sin gasolina, la casa sin luz, el perro sin comida. A veces, aun con gasolina, el coche no arranca, o choca el taxi o quedamos detenidos en un embotellamiento o varados por un apagón (quedar atrapado en un elevador es una pesadilla común y colectiva).

De vez en cuando el banco se queda sin sistema y uno no puede hacer el pago urgente, el cajero automático se traga la tarjeta y uno tiene que contar las pocas monedas que le quedan en el bolsillo para acabar el día. Uno viaja durante noventa minutos de una punta a otra de la ciudad y ya sobre la hora se entera que la cita,  esa reunión tan importante a la que iba, ha sido cancelada.

Alguien más no cumple con los plazos y horarios y uno se queda con las manos vacías, sin aquello que tanta falta hace en ese momento. Y acudir a una oficina a realizar un trámite puede ser el equivalente de la antesala de un día en el infierno. El día que uno no lleva paraguas, en el que no debería llover, puede acabar empapado hasta el alma. Sí, la vida es una sucesión interminable de contratiempos.

Pareciera que apenas hacemos algo más que cuidar ese precario equilibrio. Cada uno es un Atlas que vive para sostener su pequeño mundo, que a cada instante amenaza con venirse abajo. Cada día es fasto y nefasto (piedra negra o piedra blanca), una aventura cotidiana en la que nos suceden hechos imprevistos, éxitos y fracasos, descubrimientos, alegrías y desdichas, encuentros y desencuentros, sin contar los accidentes y las pérdidas trascendentes.

Pero también es cierto que a veces nos arrolla la alegría; de pronto nos sorprende la Belleza, y una mujer desconocida y que seguramente no volveremos a ver nos sacude y estremece (el efecto dura un momento, el resto del día, a veces toda la vida, como le sucedió a Dante cuando encontró a Beatriz).

Sin un plan ni cita en la agenda, un día escuchamos por primera vez una música, la obra de un compositor que ya nos acompañará toda la vida, y lo mismo nos sucede con los versos ya imprescindibles de un poeta que ayer nos era desconocido.

Todos los días, en desorden, a destiempo, nos suceden cosas estupendas y memorables. Sin saber cuándo ni cómo, conocemos a alguien que tendrá un lugar relevante en nuestra vida; crece una amistad, y un día, en un encuentro tan inesperado como luminoso encontramos el amor.

La vida es caótica: es muy difícil que un día termine sin sobresaltos, cambios, situaciones adversas, instantes estupendos y felices hallazgos. La vida es imprevisible e impredecible, espontánea, y sólo sabemos con certeza que un día acabará. Nos da y nos quita a cada instante. Todos los días nos suceden hechos y situaciones que no habíamos considerado.

En Annie Hall, poco antes del fin de la película, Woody Allen dice que buscamos que los diálogos, las historias, los amores sean perfectos en el arte, en el cine, en la literatura porque en la vida real no lo son. Antes todo lo contrario, y sostiene que las relaciones humanas son desastrosas y que encontrar una pareja en verdad feliz es un hecho atípico, fuera de orden porque casi siempre se impone la fragilidad, el egoísmo o un acuerdo de convenciones.

Supongo que es así porque como individuos, a fin de cuentas aislados, solos, con nuestro caos personal y destino, somos poco más que «peces del aire altísimo», como escribió José Gorostiza.

La vida, el mundo cambia a cada instante (la marcha del segundero en el reloj es el testigo que no cesa de decirnos que todo es fugaz y efímero), y eso que llamamos vivir tal vez no es mucho más que tratar de mantener en orden un universo que, como las olas, está en perpetuo movimiento, se levanta y cae, muta sin pausa ni sosiego una y otra vez sin fin.

Acaso somos como Sísifo, y nuestra razón de ser es llegar al final de la jornada sin derrumbarnos, agotados, abrumados por las desventuras y las adversidades, y eso que llamamos vivir es luchar sin tregua contra el desorden y el caos de bolsillo que a cada quien, a su manera, la vida nos impone cada día.