Surge una asociación inesperada, y la escribo como si la
dibujara con un lápiz de punta muy suave, con líneas muy tenues, apenas
insinuadas, que pudiera borrar sin dejar rastro, que algo de El cuarteto de
Alejandría de Lawrence Durrell, inasible pero esencial, asoma en Rayuela y en
otros libros de Julio Cortázar. No sugiero una deuda, ni un préstamo literario,
sino algo más sutil y etéreo, una manera de estar y en la geometría de conjunto
de algunos personajes y sus relaciones personales.
Imagino un vaso comunicante, un soplo, un lejano aire de
familia entre Darley y Horacio Oliveira, sobre todo en la relación que tienen
con Melissa y la Maga.
Ellas viven en un eterno desorden, metafísico y existencial,
que comienza por el desarreglo de su habitación, en sus ropas. Ambas tienen un
hijo, son un tanto ingenuas, y viven precariamente con hombres que no las aman,
o no como ellas quisieran, y que acabarán por irse de la ciudad y de ellos.
Ellas comparten una fragilidad, un encanto sensual en su delgadez que despertó
la imaginación de generaciones de lectores, y sobre todo una vulnerabilidad
extrema. No encuentro del todo aventurado imaginar que Melissa prefigura a la Maga , aunque el personaje
cortazariano tiene una historia y un origen definido, conocido y publicado.
La manera en que ellos miran París y Alejandría, ciudades
extranjeras, también guarda una semejanza. Miran a la ciudad, su ciudad, con
desapego y distancia, sin vincularse demasiado con la realidad o el entorno,
como pedía Baudelaire que miraran y se comportaran los flâneurs, esos
solitarios que van por las calles sin propósito fijo, sin confundirse ni
fundirse con la gente de la ciudad, y menos aún con la masa.
Hay una soledad común, un dejarse llevar como sistema para
romper con la lógica imperante del mundo, que coloca a los personajes al
margen, atados a la búsqueda del amor y de sí mismos. Viven en miserables
habitaciones alquiladas, por momentos casi en la indigencia, sin aspiraciones,
sin ambiciones ni proyectos. Viven dejándose vivir por el momento y la
circunstancia mientras pasa la vida.
Casi siempre un libro nos remite a otro, enriquece o ilumina
la lectura previa y esos dos libros, sin vínculo aparente, quedan unidos en
nosotros, dialogan a través de nosotros porque ya no podemos separarlos. Juntos
nos dicen a dos voces sólo a nosotros lo que tal vez no revelan a nadie más.
También es así con las personas, y con las ciudades. Encontramos similitudes, equivalencias, puntos de encuentro, atributos que son muy difíciles de compartir con otros si no tienen trato con esas obras, personas o ciudades. Y esto sucede muy lejos de la objetividad, al margen, incluso contra ella. Antes nos apoyamos en recuerdos deformados, en lo que la memoria recupera y altera o enriquece, también en lo que deja a un lado y que más vale no examinar. Son instantes, situaciones, trozos de conversaciones, certezas sin evidencias que vuelven y se incorporan en el presente y descomponen la realidad, la distorsionan porque inciden de pronto en nuestros gestos y actos. La literatura se inserta en la vida.
También es así con las personas, y con las ciudades. Encontramos similitudes, equivalencias, puntos de encuentro, atributos que son muy difíciles de compartir con otros si no tienen trato con esas obras, personas o ciudades. Y esto sucede muy lejos de la objetividad, al margen, incluso contra ella. Antes nos apoyamos en recuerdos deformados, en lo que la memoria recupera y altera o enriquece, también en lo que deja a un lado y que más vale no examinar. Son instantes, situaciones, trozos de conversaciones, certezas sin evidencias que vuelven y se incorporan en el presente y descomponen la realidad, la distorsionan porque inciden de pronto en nuestros gestos y actos. La literatura se inserta en la vida.
Dice Darley, personaje y narrador de Durrell, algo que, sin
apartarnos de su ámbito, podría estar en Cortázar, o al menos, de manera
paralela, coincide con el ethos de Rayuela, en particular con Oliveira: «Un
flujo y reflujo de asuntos insignificantes, un husmear cosas muertas, fuera de
todo ambiente real, que no nos llevaba a ninguna parte, que no nos exigía nada
salvo lo imposible: ser nosotros mismos.» Los personajes de El cuarteto de
Alejandría, tan distintos entre sí, se mueven como constelaciones, configuran
en su interactuar, en su búsqueda, en sus amores y desamores, sus traiciones y
noblezas, un grupo sin grupo, que me sugiere y trae a la memoria al Club de la Serpiente de Rayuela, y
a otros grupos de amigos de otros libros de Cortázar, que adquieren su plena
dimensión en conjunto y conforman una figura.
En Justine, primera novela de El cuarteto, un personaje,
escribe: «Sueño con un libro tan intenso que pudiera contener todos los
elementos de su ser, pero no es el tipo de libro al que estamos habituados en
estos tiempos. Por ejemplo, en la primera página, un resumen del argumento en
pocas líneas. Eso nos permitiría prescindir de toda articulación narrativa. Lo
que siguiera sería el drama liberado de las ataduras formales. Mi libro
quedaría en libertad de soñar.» Este personaje, Arnauti, es escritor, y su
proyecto de libro me remite, con otra línea apenas dibujada, a Morelli y su
libro anhelado en el capítulo 62 de Rayuela, en el que se prescinde de
psicologías y convenciones, y que «al margen de conductas sociales, podría
sospecharse una interacción de otra naturaleza», que tomará forma en otra
novela de Cortázar, 62. Modelo para armar.
Pareciera que algunos autores se apoderan de lugares,
situaciones, palabras abstractas, algunos recursos del oficio que ejercen con
maestría, y es casi inevitable no recordarlos con la mención o evocación de esos
lugares, situaciones y palabras. Es casi imposible no pensar en Dante a
propósito del Infierno, en Kafka ante lo absurdo, en Borges ante los espejos,
en Proust y la memoria, Pessoa ante el desasosiego.
Así, la palabra caleidoscopio, por su recurrencia y
trascendencia en la literatura cortazariana, remite a él por simple asociación:
«Cuando viene alguien a casa yo le ofrezco en seguida el calidoscopio», «pero a
la vez ama el calidoscopio incalculable de la vida», entre otras muchas
menciones, y sobre todo en la poderosa contundencia y sentido último con que se
revela en la voz de Persio en Los premios: «No somos la gran rosa de la
catedral gótica sino la instantánea y efímera petrificación de la rosa del
calidoscopio.» Y es imposible no pensar en esta imagen y en Cortázar cuando se
lee en Justine: «una nueva sacudida del calidoscopio, y Cohen [personaje de esa
novela] se había borrado como desaparece un pedacito de vidrio coloreado.»
Somos, como cada instante, frágiles y efímeros.
Encuentro otras correspondencias, llegan como trozos de
otras figuras o vagas coincidencias, como guiños o espejos (tan presentes y
plenos de significados en estas obras) que apuntan a mundos paralelos en los
ambientes de los universos literarios de Durrell y Cortázar.
En una escena muy intensa y lograda de Justine, el personaje
que da nombre a la novela, es la mujer de Nessim, y se encuentra con su amante,
Darley, escuchando por la radio la voz de Nessim, que fue a
El Cairo a dar una conferencia. Los amantes están en la recámara conyugal de la
casa de Alejandría y oyen pasos, los inconfundibles pasos de Nessim, que sube
la escalera. Sorprendidos, Justine y Darley no saben qué hacer y nada hacen, se
quedan inmóviles esperando el desenlace. El locutor de la radio explica que la
conferencia no es transmitida en vivo, que es una grabación. Entonces, si aún
había una pequeña duda, comprenden que es Nessim el que está del otro lado de
la puerta, a punto de entrar a la habitación. Y no entra, se marcha. En el capítulo
28 de Rayuela, la Maga ,
pareja de Horacio, está con Gregorovius en su pieza. Escuchan pasos en la
escalera. «A lo mejor es Horacio», dice Gregorovius, que teme su llegada. «A lo
mejor», dice la Maga. Pasa
un momento y Gregorovius dice: «No era Horacio», y la Maga responde: «No sé. A lo
mejor se ha sentado ahí afuera, a veces le da por ahí. A veces llega hasta la
puerta y cambia de idea.»
En Balthazar, la segunda novela de El cuarteto de
Alejandría, un personaje, Ludwic Pursewarden (en realidad se llamaba Percy,
pero le fastidiaba la aliteración), es un novelista inglés, autor de Dios es un
humorista y de cuentos de vampiros, que hubiera tenido mucho que conversar
sobre literatura con Morelli, el personaje-escritor de Rayuela. Creía que la
teoría de la relatividad «era directamente responsable de la pintura abstracta,
la música atonal y la falta de formas (por lo menos de las formas cíclicas) en
literatura, y creía que «el casamiento del Espacio y el Tiempo es la historia
de amor más importante de nuestra época», y a nuestros bisnietos les parecerá
«una unión tan poética como lo son las bodas de Cupido y Psique para nosotros.
Para los griegos Cupido y Psique eran hechos y no conceptos. ¡Pensamiento
analógico contra pensamiento analítico! Pero la verdadera poesía de época, su
poema más fecundo, es el misterio que empieza y termina con una n’».
No conozco nada más cercano a una morelliana, esos apuntes
de Morelli, en los que explica la búsqueda de su escritura, con la que aspira a
trascender o aniquilar cierta literatura, que algunas opiniones de Pursewarden.
Escribe Morelli: «Estoy revisando un relato que quisiera lo menos literario
posible. […] Escribo muy mal, pero algo pasa a través. El “estilo” de antes era
un espejo para lectores-alondra: se miraban, se solazaban, se reconocían…» Una
nota complementaria de Pursewarden dice: «Sé que mi prosa tiene algo de plum
pudding, pero eso ocurre con toda prosa identificada con el continuum poético;
en realidad pretende dar una visión estereoscópica de los personajes. Y los
acontecimientos no se presentan en forma serial, sino que se reúnen como los
quanta, como al vida real […] Nuevo aparato crítico: le roman bifteck, guignol
o cafard.»
En Clea, la última parte de El cuarteto, escribe Purswarden en
su Cuaderno de notas: «Un buen escritor
debe ser capaz de escribir cualquier cosa. Pero un gran escritor está al
servicio de compulsiones ordenadas por la verdadera estructura de la psique y
no puede ser ignorado.»
Morelli también lo sabía, Y me pregunto si Rayuela en su
búsqueda y también, en otro plano, 62. Modelo para armar no son dos de las
respuestas posibles, el salto al Cielo, la inmersión total en un río
metafísico, una búsqueda en el lado de allá, a esta otra advertencia de
Purswarden: «Si el poeta tuviese que abandonar toda esperanza de hallar un
asidero en la superficie resbaladiza de la realidad, estaría perdido, ¡y todo
en la naturaleza desaparecería! Pero ese acto, el acto poético, ya no será
necesario el día que cada uno pueda cumplirlo por sí mismo. ¿Qué se lo impide,
preguntas? Bueno, todos tenemos un innato terror de separarnos de nuestra moral
dolorosamente racionalizada; y ocurre que el salto poético que predico se
encuentra precisamente del otro lado.»
Cortázar y Durrell en su búsqueda, cada uno, solo, aislado,
imposible hacerlo de otra manera, miraron en la misma dirección. Pursewarden
tenía la idea de una serie de novelas que fueran como «paneles corredizos», y
un testimonio sobre él dice: «Justine protestó: ‘La mala bestia se burla de
todo el mundo, incluso en sus libros’. Pensaba en la famosa página del primer
volumen donde un asterisco remite misteriosamente a una página en blanco.
Muchos lo toman por un error de imprenta. Pero el mismo Pursewarden me aseguró
que era deliberado. ‘Remito al lector a una página en blanco para que se las
arregle con sus propios recursos, que son el última instancia los únicos con
que cuenta’». Esta cita podría ser de Rayuela, la invitación del Tablero de
Dirección para que el lector arme y elija el libro que quiera leer es también
invitarlo a que se las arregle con sus propios recursos. Otro contrapunto o
punto (en el sentido de un partido de tenis o de pelota y pared) sobre el
lector es este otro pasaje de una morelliana: «Es mucho más fácil escribir así
que escribir (“desescribir” casi) como quisiera hacerlo ahora, porque ya no hay
diálogo o encuentro con el lector, hay solamente esperanza de un cierto diálogo
con un cierto y remoto lector.»
Las diferencias no son menos notables y evidentes. El tema
central de El cuarteto de Alejandría es, según Durrell, «una investigación del
amor moderno», y no le falta razón, aunque también es mucho más. Rayuela aspira
a ser un salto metafísico (¿al cielo?) para romper el absurdo de la vida no
plenamente humana. Por ello es tan estimulante para los lectores, en particular
los más jóvenes, desde hace más de cincuenta años. Y esa lucha contra el
absurdo, el sinsentido y el conformismo también es la lucha de algunos de los
personajes de Durrell.
Aurora Bernárdez, traductora solvente y primera esposa de
Cortázar, tradujo Justine y Balthazar, hacia 1960, en París, justo cuando
Cortázar empezaba a soñar, jugar y trabajar con su Rayuela, y está claro que
conocía estas dos novelas a fondo. En sus Cartas 1954-1964, Cortázar hace de
paso tres menciones de Durrell y de esas dos novelas. En una carta de diciembre
de 1959 le dice a Jean Bernabé: «¿Ya leyeron a Justine y Balthazar, de Durrell?
Il le fô [sic].» En junio de 1960 le reclama a Francisco Porrúa que no acuse de
recibo algunos textos, y dice que la traducción de Durrell [la de Aurora] fue a
dar a la aduana, «y hubo toda clase de angustias y dificultades para aclarar el
asunto». La última, la más interesante, también a Francisco Porrúa, es de julio
de 1964 y toma las novelas de Durrell como modelo para explicar un libro que
deberá ser muy distinto a Rayuela, novela o antinovela publicada un año antes.
Ese libro que Cortázar no escribió tal como lo describe,
hubiera consistido en dos partes: primero una serie de cinco o seis cuentos o
nouvelles totalmente independientes, y la segunda parte hubiera sido una novela
autónoma, sin relación con los cuentos, «pero que sin embargo contendría en su
desarrollo una serie de paralelos, o armónicos, que incidirían en los cuentos
iniciales al punto de que el lector empezaría a verlos bajo otra luz.» No
quiere que «este otro libro sea una especie de Veinte años después, de manera
que tengo que destetar completamente al anterior y es difícil». Unas líneas más
adelante aparece la mención a Durrell: «En el Cuarteto de Alejandría, Durrell
usó el sistema (more Wilkie Collins) de explicar lo sucedido en Justine
mediante una nueva interpretación de Balthazar, y así sucesivamente. Lo que yo
quisiera es diferente, porque en la novela no aparecerían los mismos personajes
de los cuentos…». Tal vez Cortázar se refiere a la técnica y el uso del punto
de vista que Wilkie Collins utilizó en su novela La piedra lunar.
Una serie de paralelos, o armónicos… Entre Cortázar y
Durrell hay armónicos, puntos de contacto y paralelos en sus libros mayores.
Los acercan líneas tenues que insinúan nuevas figuras: tal vez coincidían en su
concepción profunda de lo que debería ser una novela al filo de los años
sesenta. Ambos fueron, por así decirlo, renovadores del género. Eran contemporáneos,
Durrell, nacido en 1912, era dos años mayor; Cortazar murió en 1984, seis años
antes. Al parecer no se conocieron ni mantuvieron correspondencia. No hay más
menciones a Durrell en los cinco gruesos volúmenes de las cartas de Cortázar.
No tengo noticia de que Durrell conociera la literatura de Cortázar.