"No abro los cajones por no encontrar recuerdos", dice Joan Manuel Serrat en una pequeña canción, inolvidable desde hace muchos años para los heridos de nostalgia y recuerdos, para los que guardan objetos en los cajones, con los que podía armarse, en un rompecabezas imposible, una biografía material de alguien, un compendio de vida que nada tiene que ver con lo que dicen los currículum ni los perfiles ni las notas biográficas.
Uno está en los objetos que atesora, en los que guarda en los cajones o pone en una repisa. En los libros que lee y procura, en la música que escucha. Y el que lleva una vida ascética, o franciscana, la notable escasez de objetos no será menos reveladora: entre menos haya, más entrañables o trascendentes. La ausencia y el silencio también son significativos e incluso elocuentes.
Bastaría un examen atento de las fotografías, los cuadernos, los tesoros familiares heredados para hacernos una idea de quién es su poseedor, para imaginar una historia en la que la fantasía no se aleje demasiado de los sucesos de una vida.
Guardar objetos, adornos, a veces centenarios, porque es imposible desprenderse de ellos, por lo que representan, suele ser tarea de melancólicos y sentimentales. Creo que nada censurable hay en ello, el riesgo son las estocadas de la memoria y los secretos y verdades ocultas en los objetos.
No me refiero a un coleccionista, a alguien que busca conformar una colección única y preciosa, hecha a su gusto, semejanza y poder adquisitivo. No. Me refiero al que tiene un abrecartas del abuelo, un álbum de fotos de parientes que no conoció y que no piensa ni remotamente deshacerse de ellos.
Conozco alguien que conserva intacto en un baúl el ajuar de su abuela, el vestido de novia, el velo, los zapatos, la ropa destinada a la noche de bodas, y los frascos con afeites y objetos de belleza guardados en un neceser.
Yo guardo una serie de objetos tan dispares que tal vez un escritor con el talento de Georges Perec haría una nouvelle. Caleidoscopios italianos de lujo y otros hechos por artesanos, postales viejas que ya no podría explicar de dónde salieron, libros tan antiguos que ya es imposible leerlos, un frasco de vidrio repleto de viejas monedas de cobre de veinte centavos. Conservo un pequeño trozo rectangular del Alcázar de Sevilla que mi abuelo de haber recogido del suelo hace un siglo.
En esta tarde de domingo, abro un cajón en busca de papeles que sospecho que no aparecerán por ningún lado, y de una carpeta se ha caído una tarjeta muy blanca, de papel muy fino, que un amigo mío, al que ya no frecuento, me trajo hace años de París. Entonces escribía sus primeros relatos y, deslumbrado por Madame Bovary, declaraba sin rubor que Flaubert era dios.
La tarjeta, con una bellísima composición tipográfica dice: Tout le talent d'écrire ne consiste aprés tout que dans le choix des mots. Al pie, con tinta verde, aparece el autógrafo del autor de la frase, tomada de su Correspondance: Gustave Flaubert.
El reencuentro estimula la memoria. Nadie necesita una máquina del tiempo si cultiva sus recuerdos. Por un instante se aniquila el tiempo. Guardar objetos tiene un precio alto para los proclives a la nostalgia. Por un instante recordé a mi amigo perdido, y al que fui cuando escribíamos nuestros primeros relatos. Serrat sabe bien lo que canta. Hay que tener mucho cuidado al abrir los cajones. En cada uno nos acechan los recuerdos.