4 de noviembre de 2016

Ifigenia

Ifigenia es cajera del supermercado al que voy una vez a la semana. La encuentro en su caja de vez en cuando. Es una chica amable, lista y con carácter. Un día me dijo que estudiaba pedagogía. Le dije que estudiara con entusiasmo, que valía la pena. Desde entonces, cada vez que la veo le pregunto por sus estudios y ella me cuenta de sus avances y penas de fin de semestre.

Ayer la encontré en la calle, afuera del supermercado. Me reconoció y me saludó, iba a trabajar. Me dijo que quiere hacer una tesis sobre Séneca, sobre la pedagogía de Séneca, pero sus profesores no valoran esa faceta del filósofo. Es probable que tenga que cambiar de tema, abordar el pensamiento de Séneca desde otro ángulo si no logra convencer a su profesores. Pero todavía falta, me ha dicho, quitándole importancia.

Luego, el silencio. En realidad, no era tal, sino la calma previa a la furia de los elementos. De pronto, ahí, en la calle, sin razón que lo justificara, me dijo que no puede tener hijos, y tal vez no quisiera casarse, por lo que tiene que hacerse un futuro. Por eso su carrera es tan importante; el empleo en el súper es algo temporal, mientras acaba de estudiar. Le pagan mal y le exigen mucho en larguísimas jornadas.

Cuando tenía diecinueve años una tarde tuvo un dolor muy intenso en el vientre. En su anterior empleo no la dejaron salir para que fuera al médico. Ese día, en la noche, con su mamá, fue una clínica donde le diagnosticaron colitis, le dieron el medicamento pertinente para ese mal y la mandaron a su casa. En la noche, cesó el dolor.

Al otro día, volvió el dolor, tenía el vientre muy inflamado. Fue a otra clínica, de donde la enviaron en ambulancia a otro hospital, uno especializado en ginecología porque le diagnosticaron un embarazo ectópico. Ifigenia sabía que no estaba embarazada; aquello era una pesadilla dentro de otra pesadilla.

Al fin, alguien, tal vez un ginecólogo, se dio cuenta de que había tenido una apendicitis. Pero ya era tarde. Se había reventado y había que operarla de urgencia. Al despertar le dijeron que ya no había peligro, pero que no podría tener hijos porque le habían tenido que extirpar la matriz.

El golpe fue duro. Los hijos estaban allá, en algún lejano día, cuando se hubiera casado y ya ejerciera la pedagogía. Desde entonces recibe tratamiento psicológico. Su psicóloga es perfecta: tampoco podía tener hijos y ha adoptado dos. Eso las acerca. Ifigenia se sabe comprendida. Eso fue hace cinco años.

Alguien le dijo que mandara al personal que la atendió. Lo hizo. Por negligencia médica le han dado una cantidad que apenas le alcanzaría para comprar un coche utilitario, por ejemplo. Invirtió su pequeño capital en un fondo de ahorro, y todavía no sabe qué hará con él.

Se le hacía tarde para iniciar su jornada, y yo me preguntaba por qué esa chica me contaba sus penas a media calle. Volvió a decirme que tiene que escribir su tesis sobre la pedagogía de Séneca, sobre la importancia de Séneca como pedagogo porque es algo que casi nadie ha descubierto. No sus profesores, por supuesto. Le pregunté si se sentía afín al estoicismo. Me respondió que tenía que hacerse un futuro, y que era feliz.

Ifigenia se fue. Llegó unos minutos tarde a su trabajo. Cuando me quedé solo, mientras esperaba el autobús, luego de preguntarme las razones de ese encuentro, comprendí algo obvio. Así lo entendí: Ifigenia me había contado su historia, sin saberlo, para que yo la escribiera. Está claro que si vuelvo a verla en su caja del súper, no se lo diré.