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2 de noviembre de 2019

Joven abuela

Después de tantos años de ausencia y silencio
(te diría que más de media vida),
Me escribes cinco líneas para decirme
Que has salido con tu domingo siete y ya eres abuela.
Es sabido, todo el mundo lo repite siempre,
Pero en verdad encuentras tierno y hermoso al hijo de tu hijo.
Y nunca imaginaste la dicha que sientes al tomarlo en tus brazos.
Tenías que decírmelo, me dices, por muchas razones que no das.

Sé bien que nunca las dirás. Tendrías que explicarme al fin,                                [supongo,
Por qué te fuiste así, a la francesa, si nos queríamos en verdad.
Esto no es un reproche, en mi ánimo no guardo reclamo ni                                 [resentimiento.
Ya se apaga del todo mi curiosidad. Ha pasado tanto tiempo.

Comprendo el desgaste de tantos años. 
Valoro lo jóvenes que entonces éramos 
(tú, incluso, dos años más).
Y descifro de pronto la razón de tu mensaje:
Me has escrito para advertirme, ay, a pesar de lo joven que me                           [siento,
Que ya tengo la provecta edad de ser abuelo. 

10 de noviembre de 2016

El graduado

El hombre irrumpió con gesto teatral en el café. Delgado, ágil, con larga cabellera blanca, podría tener nietos universitarios. No sé si se levantó de una mesa o llegó de pronto: no iba mal vestido y no era un mendigo. Se acercó a un grupo de estudiantes que conversaban y discutían con la pasión de su juventud.

El provocador, como actor en escena, exigía atención con sus voces y gritos. Alguien lo llamó «viejo chiflado». Me recordó vagamente al personaje de Mario y el mago de Thomas Mann (pequeña y escalofriante obra maestra). Era un bufón, sí, pero uno patético, porque a diferencia del actor que representa a Pagliaccio o Arlequín se representaba a sí mismo.

De pie, gesticulando mucho, moviéndose de un lado a otro, descalificaba las opiniones de los muchachos por una razón: eran jóvenes, no habían vivido, no sabían lo que decían. Sus palabras eran agresivas, pero sus movimientos y actitud no generaban temor. Su presencia era molesta antes que peligrosa.

Uno de los muchachos le respondió y aceptó la discusión. ; su defensa legitimaba la polémica. El hombre, entonces, se sintió invitado a discutir, ya estaban las condiciones no para la polémica sino para su perorata.

Nadie nunca había visto lo que él había visto, nadie nunca había sufrido lo que él había sufrido, nadie nunca había sido golpeado por el destino como él lo había sido. Y, sobre todo, nadie había vivido lo que él había vivido. Él sabía de la vida más que todos esos muchachos juntos, en realidad él sabía de la vida más que nadie.

Los muchachos le daban la espalda y volvían a su discusión. Un par de minutos concedidos a ese loco eran más que suficientes. Sin embargo, antes que loco me pareció un hombre que sufría, que gritaba su verdad, lo único en lo que creía. Sí, tal vez es una forma leve de locura. Daba pena.

El hombre, al perder la atención de su público, y al ser invitado a alejarse de la terraza, lanzó otra estocada. Les dijo a los muchachos que iban a la universidad pero no sabían nada de nada porque las universidades no enseñaban nada. Que sus títulos no valdrían nada, y que no servirían para nada.

Y como gran final, haciendo alarde de su condición humana, como si fuera el único hombre en la Tierra, como si todos los demás no vivieran cada día, como si no tuvieran penas y alegrías, reveses y satisfacciones.

Como si la experiencia y el aprendizaje del arte de vivir no fuera común y patrimonio de todos y cada uno de los hombres y mujeres de este mundo; como si cada vida no fuera única, preciosa y fascinante, dijo: «Ustedes no saben nada. No entienden nada. Yo sí, porque he vivido mucho. Yo aprendí en la mejor universidad del mundo, en la más grande e importante de todas: yo estoy graduado en la Universidad de la Vida».