En la
tarde, con la luz menguante, al paso de las horas y los pájaros, cae a cuentagotas la medida justa de esa melancolía, conocida como una vieja amiga, que me arroja al fondo de mí mismo. Me abandono a ese pensamiento; entonces, ensimismado, escucho esa música de piano que viene de la otra habitación como si emergiera de muy dentro. En la tarde, al mirar el jardín por la ventana, de pronto sobreviene, con el regusto de la comida y el vino, como una vieja herida de vida, ese sucumbir ante el propio abismo. Cómo asir el tiempo, cómo estar y ser y habitar la tarde si no como uno mismo.
En la tarde,
el día se hace lento, doloroso, humano. (Las mañanas poco saben de sutilezas, suelen tener prisa,
son explosivas y utilitarias, un derroche de luz y sol y urgencias.) La sobretarde, en cambio, serena, apura cada instante con la sabiduría y la lentitud del tiempo, aprecia lo que mira, lo que escucha, lo que toca. Al llegar al filo de la luz, algo nos inquieta, nos mueve, y es acaso la mejor hora para sentirse vivo.
Las palabras se posan sobre el papel como los pájaros en las ramas,
como la campanada en el aire. Las palabras bajan curiosas, atraídas por ellas mismas, y ríen y dicen cosas como corro de muchachas. Fluyen como la música del piano o el canto de los pájaros. Guardo el momento. Esas palabras se agotarán con la caída de la tarde. Lo demás será el fin de la luz, será el tiempo de otro canto, de la luna y su misterio en el reino de la noche.