27 de diciembre de 2015

Los libros viejos

Se desdibujan. Sus páginas amarillean, se ponen rígidas y quebradizas, frágiles. A veces, el pegamento o la costura ya no los sujetan y se deshojan, o la cubierta cede y se ahonda el surco que se hizo profundo con el uso, y es menos común pero también se descoyuntan del lomo.

Con los años, algunos libros se deterioran, guardan polvo y desprenden un intenso olor impregnado de vainilla. Unos resisten mal el devenir del tiempo, otros en cambio adquieren dignidad y resalta la calidad de sus materiales, el dibujo de las guardas, la tipografía fina, la línea del grabado de las ilustraciones y viñetas.

A pesar de mi torpeza manual, cuando alguno necesita reparación intento rehabilitarlo con remedios caseros. Los entablillo, refuerzo las costuras, busco con pegamento volver a ponerlos en su sitio, unir sus hojas. No siempre consigo resultados aceptables, pero tengo algunos ejemplares que eran de mi padre o de mi abuelo que me han quedado estupendos.

Un libro de papel, cartón, hilo, pegamento y tinta envejece al paso de dos generaciones. Cambia de color, se resquebraja, y no es difícil que se abra y se rompa entre las manos. Un libro de hace ochenta años es como un hombre de esa edad, y no puede ocultarla: se le nota en la piel, los órganos, los huesos.

Algo de humano tienen los libros, salvo que ellos no olvidan, y pueden ser útiles y leídos con provecho por mucho tiempo. Me parece una diferencia esencial, una ventaja implacable. Los libros guardan el pensamiento y la imaginación, razonan las ideas, preservan eléctricos los versos, conservan fielmente el conocimiento, las palabras, mucho después de que sus autores han partido. Como los hombres, al cabo de una vida, los libros también envejecen, pero conservan intacta la más grande virtud humana: todo lo saben, todo lo nombran, todo lo evocan, porque ellos no pierden la memoria.