De lejos parece un bosque. Se extiende sobre una gran colina muy arbolada, con muchos tonos y matices de verde, del más oscuro al más tenue y brillante. Visto desde un punto elevado, rodeado por la mancha urbana, podría confundirse con un parque magnífico o una reserva natural muy grande. En realidad esa colina es un cementerio.
Al salir de la vía rápida, es necesario seguir un tramo por un camino estrecho y luego un poco más por una calle que desemboca en la entrada con unos grandes arcos. A un lado del camino, hay muchos puestos de flores, también pequeños talleres de artesanos que inscriben nombres en lápidas de mármol y modelan cruces. Ahora, a un lado, a la izquierda, han abierto una funeraria, a unos metros de los arcos de la entrada.
La pendiente es considerable, y haría falta el vigor de la juventud, una buena condición de alpinista para adentrarse y subir la colina. El ascenso a pie se antoja muy duro o tal vez imposible. Es necesario subir en coche. El cementerio podría parecer, por sus calles anchas bien trazadas, un sitio que pronto sería del todo urbanizado. Las construcciones, los caminos, los árboles delatan el diseño francés del cementerio.
Es un lugar sobrecogedor. La vista se reconforta y se recrea en el follaje de los árboles, por encima de las tumbas. La sensación de paz se impone en el silencio. En la parte alta de la colina, sólo he visto a jardineros, y muchachos que se ofrecen a lavar las tumbas, quitarles las matas que crecen invasoras entre las lápidas y las piedras rotas.
Entre sus muros se impone una sensación de abandono, de recogimiento. Se impone el silencio. No sería difícil dejarse llevar por la melancolía o la nostalgia. Las piedras y los árboles generan un efecto muy dulce de bienestar de lugar fuera del tiempo. Por un instante de arrebato, al respirar profundo, entre tantos árboles, uno se siente vivo.
Hacía mucho tiempo que no iba. Pase bajo los arcos e inicié el ascenso en coche esperando recordar el camino. Sabía que tenía que subir mucho siguiendo un camino, luego dar dos o tres vueltas, a la derecha y luego a la izquierda. No tenía puntos de referencia, no tenía más que el recuerdo. Llegué sin un movimiento en falso como si llegara a mi casa.
Dejé el coche en el punto más cercano a la tumba de mis mayores, de mi padre y mis abuelos. La hierba que la cubre estaba húmeda. Hice una guardia solemne, vigilándome a mí mismo. Levanté la vista y la mañana fría, el cielo, cubierto, la humedad del aire, las piedras y las lápidas y las construcciones funerarias, la hierba, los árboles tan verdes me reconfortaron como si agradecieran la visita.
Fue algo muy extraño, un leve estremecimiento. Miré como afuera del tiempo, como si fuera posible hacerlo cuando ya no lo sea. Miré con la extraña sensación casi dulce de no estar de paso, de sentir que no estaba en un lugar ajeno o extraño, como si ese lugar me revelara con las piedras y el aire, la luz, la hierba y los árboles que, andando el tiempo, también podría ser mi casa.