10 de diciembre de 2015

La novela y la experiencia

«La experiencia ganada en la escritura de una novela no sirve para escribir otra, a menos que un autor desee imitarse a sí mismo», dice Antonio Muñoz Molina,* y se extiende contundente: «La experiencia desaparece al final del libro. Otra novela sería otro aprendizaje. Repetir la experiencia sería una falsificación. Un novelista aprende a escribir una novela mientras la escribe.» Recordó una frase de Philip Roth: «Cada vez que empiezo una novela, me enfrento con el aprendiz que hay en mí.»

Es un tema sobre el que vuelve, con asombro. En un artículo cuenta: «Yo pensaba que aquella novela me había costado tanto porque era la primera que escribía; que el oficio iría facilitando las cosas, limitando las inseguridades, la posibilidad de la equivocación y el fracaso. Al cabo de treinta años, después de escribir novelas que llegaron al final y otras que quedaron interrumpidas, tentativas obstinadas que se me deshicieron en nada, comprendo y acepto que no hay progreso en este trabajo. El aprendizaje necesario para escribir una novela se vuelve irrelevante una vez terminada. Para la próxima, si es que llega, habrá que aprender cosas completamente distintas, insospechadas antes de empezarla.»

Muñoz Molina y Philip Roth saben mucho sobre el arte de escribir novelas, buenas novelas. Entiendo que no se refieren a los rasgos externos de eso que se llama estilo, o el metal de una voz templada en el ejercicio continuo de la escritura, sino a la luz, la revelación de una novela, su centro, cuya búsqueda suele ser la razón para escribirla. «Las historias se escriben desde la oscuridad, a ciegas. Hay que escribir como sonámbulo, pero corregir muy lúcido y despierto.»

La reflexión sobre la utilidad y la sabiduría que da la experiencia es un tema que ya conocían los antiguos, y uno de los ensayos más celebrados de Montaigne se llama precisamente "De la experiencia". Podemos suponer que la experiencia nos guía, que ilumina, aunque sea tenuemente, las páginas en las que se abre paso el personaje y su circunstancia.

Si así fuera, si se acumulara sabiduría, la sexta novela debería ser inevitablemente buena. La verdad es que no es así, y ciertos escritores con muchos novelas en librerías, incluso algunos que han recibido el Premio de manos del rey de Suecia, podrían arrepentirse de algunos de sus libros posteriores. Aunque la novela es considerada como un género de madurez, no todos los escritores veteranos escriben de mayores sus mejores páginas. Tal vez no basta la experiencia.

Durante mucho tiempo pensé que ningún novelista había escrito diez obras maestras. Diez obras absolutas a la altura de lo mejor de su propia obra. Diez grandes novelas es una cima que se antoja tan insalvable como para los compositores de cierto sinfonismo alemán del siglo XIX que no podían terminar su décima sinfonía. Hacer el ejercicio, la búsqueda, tan subjetiva como entretenida, acaso sólo sirve para confirmar una suposición ligera y pasar las horas.

Cervantes es una vez más ejemplar. A su manera es el autor de una novela absoluta; el resto de sus novelas sólo le interesa a los académicos y cervantistas. Y no son pocos los autores de una única y gran novela. En otro ejercicio no exhaustivo, la lista podría considerar a Emily Brontë, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Borís Pasternak, Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Elias Canetti, J. D. Salinger, Juan Rulfo, Juan José Arreola... y tal vez podrían ser incluidos otros autores de libro único absoluto: el Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas...

No debemos pasar por alto la sabiduría literaria de Borges y Alfonso Reyes, que cimentaron su gloria, con su prosa admirable, en su desdén por la novela. La prosa de los grandes poetas suele ser muy buena, lo cual no es razón para cultivar la novela; muy pocos entre ellos han necesitado fatigarse en una narración en prosa de trescientas páginas.

Tal vez para ser novelista hace falta algo más que se escapa. Una buena novela, insisto, es un milagro que no depende de la voluntad o la experiencia del autor. Me pregunto si aquellos que cuentan en su haber más novelas olvidables que dedos en las manos habrán escrito una tras otra a partir de la experiencia, falsificándose a sí mismos. «Escribir a ciegas, como un sonámbulo», decía Muñoz Molina, «pero corregir muy lúcido, muy despierto.»

Como casi siempre, en cuanto un tema nos ocupa aparecen aquí y allá, como caracoles después de la lluvia, textos, citas, evidencias. Aunque no es novelista sino cineasta (¿salvo los lenguajes, habrá mucha distancia en los dos oficios?), encuentro sin buscarla una declaración de Arturo Ripstein:

«En estos cincuenta años aprendí una serie de cosas. Me llené de experiencia, es decir, que no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo, porque la experiencia no sirve de mucho; tiene una valoración desmesurada. Siempre he caminado por territorios desconocidos; nunca sé por dónde voy. Lo único que puedo decir es que he afinado el instrumento en este oficio; que lo que tengo en la cabeza es cada vez más lejano del resultado final.»

El misterio de una buena novela sigue intacto. Cada novela implica su aprendizaje, como se aprende a vivir cada día. Antonio Machado advertía al caminante que no hay camino, y ahora sabemos que como el camino, se hace novela al andar. El camino es escribir como si uno se jugara la vida. Por lo pronto, se antoja un ensayo que bien podría llamarse "Contra la experiencia". Hay buenas razones para ello, y los testimonios no faltan.
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* Conferencia "Algunas divagaciones sobre la novela" dictada el 30 de noviembre de 2015 en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara en el marco de la Cátedra Julio Cortázar.