16 de diciembre de 2015

El catálogo...

«Cada hombre tiene dos biografías eróticas», dice Milan Kundera en su novela El libro de la risa y el olvido. Es una frase con fuerza, que despierta la curiosidad del lector. Sin duda, podría aspirar a uno de esos premios que se otorgan a la mejor primera frase de una obra. Además, es ambigua. Enseguida está la aclaración: «Por lo general se habla sólo de la primera; la lista de sus amores y encuentros amorosos. Es probable que sea más interesante la segunda biografía: las muchas mujeres que hemos deseado y se nos escaparon, la dolorosa historia de las posibilidades no realizadas.»

Algo me sucede con la literatura de Kundera. Por un lado, la encuentro fascinante (sin contar que hace años sus libros fueron un tsunami literario del que se podía sobrevivir pero no evitarlo), pero a la vez tan áspera, que muy pronto me indigesto con esa prosa tan ruda y mal trabajada. Kundera mismo se quejaba tanto de sus traductores que terminó por abandonar el checo para escribir sus libros en francés. Un ejemplo: «Solía ser capaz de encender rápidamente la chispa del contacto directo con cualquier mujer.» ¿Qué es la chispa del contacto directo con una mujer?

Kundera, a pesar de sus traductores, tiene algo más, otra posibilidad, lo propio de su literatura, un verdadero as en la manga. Dice: «Pero hay aún una tercera, secreta e inquietante categoría de mujeres. Son aquellas con las que no pudimos y no supimos tener nada en común. Nos gustaron, nosotros les gustamos a ellas, pero al mismo tiempo comprendimos de inmediato que no podíamos tenerlas porque al estar con ellas nos encontrábamos del otro lado de la frontera.»

El otro lado de la frontera es: «donde todo pierde sentido: el amor, las convicciones, al fe, la historia. Todo el secreto de la vida humana consiste en que transcurre en la inmediata proximidad, casi en contacto directo con esa frontera, que no está separada de ella por kilómetros sino por un único milímetro.» Es decir, hay mujeres que llevarían a un hombre a perder o estar más allá del amor, las convicciones, la fe, la historia. Sin duda, esas mujeres deben ser muy peligrosas.

No es fácil distinguir en todos los casos entre las mujeres que deben quedar en la segunda lista o en la tercera. De hecho las características de la tercera categoría podían explicar por qué se debe inscribir un nombre en la segunda, aunque el frustrado amante, dispuesto a todo para conseguirla, supiera que esa mujer lo llevaría más allá de la frontera. (El Fausto de Goethe sabía mucho del tema.)

Y en la tercera categoría se consideran dos casos muy distintos: no es lo mismo no poder que no saber tener nada en común con una mujer, y luego, claro, comprender las fáusticas consecuencias. 

Leí El libro de la risa y el olvido hace muchos años, y entonces señalé el inicio de la séptima parte sobre las múltiples vidas eróticas como un misterio a explorar, como una verdad revelada, como un tema literario que daría para mucho más, incluso para ser el tema de un relato. La memoria hace su relación, guarda lo que fija en su elección, siempre selectiva. Las otras relaciones, poco a poco se desvanecen, se vuelven distancia, tiempo, humo.

Mozart, en su ópera Don Giovanni, con libreto de Lorenzo da Ponte, hace cantar a Leporello, criado del protagonista, un aria en la que cuenta las mujeres que ha burlado su señor, la lista completa, el catálogo de sus conquistas. Y lo hace con humor, con orgullo y desprecio a la vez, tal vez con envidia y un poco fanfarrón: Madamina, il catalogo è questo...

Algunos psicólogos dicen que la gente más inteligente y más organizada hace listas, y Umberto Eco le atribuye a esa práctica virtudes civilizadoras, ni más ni menos que el origen de la cultura. No sé que diría el gran semiólogo italiano de las listas que sugiere el novelista checo, pero se me ocurre que, luego de la fantasía y la espuma y el humo, quedaría muy poco. 

En cualquier caso, intentar ese catálogo de conquistas, de las conquistas frustradas y las imposibles, sería como rebajarse a ser, en un ejercicio triste no exento de imaginación novelesca, el vil Leporello de uno mismo.