Era él. No había la
menor duda. Lo reconocí aún de espaldas. Empujaba el carrito en la sección de frutas y legumbres del supermercado al que voy cada semana. ¿Se habrá mudado a mi barrio?, pensé. ¿Hace cuántos años que no lo veo? Cuando se detuvo para elegir manzanas pude verlo de perfil. Era él. La misma estatura, el cabello muy corto, pero se notaba completamente blanco, con las gafas en la punta de la nariz larga y afilada (se parece un poco a Beckett).
Delgado, enjuto como Don Quijote (cuando lo conocí se sometía a una dieta rigurosa, muy baja en calorías para mantener el cuerpo a menor temperatura, lo que redundaría en menor desgaste biológico y una vida más larga), con el saco elegante y discreto, un poco suelto en los hombros huesudos y los largos brazos.
Si algo sé sobre el oficio de editar diez libros al mes se lo debo a él. Fue mi jefe en una editorial de cuyo nombre no quiero acordarme, y me enseñó lo que es orden y la organización y el desempeño por objetivos a un precio alto, pero ahora se lo agradezco. Con el tiempo aprendí a respetarlo, y mi recuerdo lo guarda con aprecio.
Era metódico hasta la obsesión. Perfeccionista. Todo estaba previsto y planeado. Nada debía hacerse a destiempo, nada podía estar fuera de su lugar, nada debía suceder fuera del tiempo programado. A veces, me invitaba un café en su oficina para conversar. Aquellas pocas ocasiones eran deferencias dignas de consideración.
Un día quiso contagiarme su entusiasmo empresarial, y con un gesto que no alcanzaba a expresar a plenitud la verdad que estaba por revelarme, la emoción de su sentencia, me dijo: «Hacer negocios desde el escritorio» y extendía los brazos sobre el suyo, en el que no había ni un papel «es más apasionante que cazar leones, que tripular un submarino o un cohete que viaja al espacio».
Cuando puso las manzanas en su carrito y yo me preparaba para saludarlo, sucedió algo absolutamente inesperado. A ese soltero contumaz se le acercó una mujer con familiaridad. La mujer, de espaldas parecía mucho más joven de lo que luego reveló su rostro. Debe tener nietos bastante mayorcitos.
En un instante me conté una historia. Encontró a una mujer divorciada, tal vez una viuda, y decidió no pasar solo su vejez. La conocía desde antes, claro, cuando estaba casada, pero al cambiar las circunstancias de ella, después de un largo tiempo, de un análisis severo y cruel, frío, analítico, por fin aceptó que estaba cansado de su soltería. Me alegré de que cambiara de vida, se veía que hacía buena pareja con su mujer. De aquel régimen de alimentación draconiano quedaba muy poco, ahora se asomaba goloso al refrigerador de los helados.
Entonces tuve recelo de acercarme, la presencia de aquella mujer cambiaba las condiciones del encuentro. Ahora serían necesarias presentaciones formales, explicaciones. Lo vi alejarse y doblar en un pasillo del supermercado. Es mejor dejar las cosas así, me dije, no lo he visto ni he hablado ni tenido el menor contacto con él en más de veinte años.
Volví a verlo de lejos en otro pasillo, y la tercera vez que lo encontré, de frente, en la sección de lácteos, con un buen cargamento de yogur en su carrito, me acerqué y le dije con una sonrisa: «Gildardo, qué gusto verlo.» Me miro estupefacto, y educadamente, con una mala sonrisa que mostró una dentadura muy dañada, me dijo: «No, no soy yo.» Y se volvió a ver la reacción de su mujer.
Me disculpé sin comprender su reacción, por negarse a sí mismo de esa manera. Aceptó mi disculpa y le restó importancia con gestos limpios y seguros, con voz serena, reposada. La dentadura me había llamado la atención, me había impresionado, no la tenía así, pero en veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida, puede casarse, envejecer, perder la memoria o pudrírsele los dientes.
Me alejé desconcertado. Terminé de hacer mi compra y me fui con un malestar que no pude sacudirme. Luego, comprendí. Era él. Claro que era él. Pero no quiso admitirlo. No me había dicho que no me recordaba, que no sabía quién era yo. Me había dicho que no era Gildardo. Me dijo que era otro. Pensé en Rimbaud: Je est un autre.
No quiso saludarme. ¿Por qué? Tal vez quería negar su pasado. Cambió de vida y ahora no quería saber nada de quien lo conoció antes de su avatar, de su renacimiento. Tal vez se oculta con otro nombre, y viaja con un pasaporte que lleva el nombre de otro. En veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida que pueden llevarlo a romper con el que fue. La clave, por supuesto, estaba en aquella mujer. Si lo hubiera encontrado solo, las cosas habrían sido distintas, estoy seguro; hubiera conversado conmigo un momento, luego se despediría apresurado y jamás volvería a ese supermercado.
Delgado, enjuto como Don Quijote (cuando lo conocí se sometía a una dieta rigurosa, muy baja en calorías para mantener el cuerpo a menor temperatura, lo que redundaría en menor desgaste biológico y una vida más larga), con el saco elegante y discreto, un poco suelto en los hombros huesudos y los largos brazos.
Si algo sé sobre el oficio de editar diez libros al mes se lo debo a él. Fue mi jefe en una editorial de cuyo nombre no quiero acordarme, y me enseñó lo que es orden y la organización y el desempeño por objetivos a un precio alto, pero ahora se lo agradezco. Con el tiempo aprendí a respetarlo, y mi recuerdo lo guarda con aprecio.
Era metódico hasta la obsesión. Perfeccionista. Todo estaba previsto y planeado. Nada debía hacerse a destiempo, nada podía estar fuera de su lugar, nada debía suceder fuera del tiempo programado. A veces, me invitaba un café en su oficina para conversar. Aquellas pocas ocasiones eran deferencias dignas de consideración.
Un día quiso contagiarme su entusiasmo empresarial, y con un gesto que no alcanzaba a expresar a plenitud la verdad que estaba por revelarme, la emoción de su sentencia, me dijo: «Hacer negocios desde el escritorio» y extendía los brazos sobre el suyo, en el que no había ni un papel «es más apasionante que cazar leones, que tripular un submarino o un cohete que viaja al espacio».
Cuando puso las manzanas en su carrito y yo me preparaba para saludarlo, sucedió algo absolutamente inesperado. A ese soltero contumaz se le acercó una mujer con familiaridad. La mujer, de espaldas parecía mucho más joven de lo que luego reveló su rostro. Debe tener nietos bastante mayorcitos.
En un instante me conté una historia. Encontró a una mujer divorciada, tal vez una viuda, y decidió no pasar solo su vejez. La conocía desde antes, claro, cuando estaba casada, pero al cambiar las circunstancias de ella, después de un largo tiempo, de un análisis severo y cruel, frío, analítico, por fin aceptó que estaba cansado de su soltería. Me alegré de que cambiara de vida, se veía que hacía buena pareja con su mujer. De aquel régimen de alimentación draconiano quedaba muy poco, ahora se asomaba goloso al refrigerador de los helados.
Entonces tuve recelo de acercarme, la presencia de aquella mujer cambiaba las condiciones del encuentro. Ahora serían necesarias presentaciones formales, explicaciones. Lo vi alejarse y doblar en un pasillo del supermercado. Es mejor dejar las cosas así, me dije, no lo he visto ni he hablado ni tenido el menor contacto con él en más de veinte años.
Volví a verlo de lejos en otro pasillo, y la tercera vez que lo encontré, de frente, en la sección de lácteos, con un buen cargamento de yogur en su carrito, me acerqué y le dije con una sonrisa: «Gildardo, qué gusto verlo.» Me miro estupefacto, y educadamente, con una mala sonrisa que mostró una dentadura muy dañada, me dijo: «No, no soy yo.» Y se volvió a ver la reacción de su mujer.
Me disculpé sin comprender su reacción, por negarse a sí mismo de esa manera. Aceptó mi disculpa y le restó importancia con gestos limpios y seguros, con voz serena, reposada. La dentadura me había llamado la atención, me había impresionado, no la tenía así, pero en veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida, puede casarse, envejecer, perder la memoria o pudrírsele los dientes.
Me alejé desconcertado. Terminé de hacer mi compra y me fui con un malestar que no pude sacudirme. Luego, comprendí. Era él. Claro que era él. Pero no quiso admitirlo. No me había dicho que no me recordaba, que no sabía quién era yo. Me había dicho que no era Gildardo. Me dijo que era otro. Pensé en Rimbaud: Je est un autre.
No quiso saludarme. ¿Por qué? Tal vez quería negar su pasado. Cambió de vida y ahora no quería saber nada de quien lo conoció antes de su avatar, de su renacimiento. Tal vez se oculta con otro nombre, y viaja con un pasaporte que lleva el nombre de otro. En veinte años a un hombre le suceden muchas cosas en la vida que pueden llevarlo a romper con el que fue. La clave, por supuesto, estaba en aquella mujer. Si lo hubiera encontrado solo, las cosas habrían sido distintas, estoy seguro; hubiera conversado conmigo un momento, luego se despediría apresurado y jamás volvería a ese supermercado.
Tal vez ella no conoce su pasado, no sabe que fue un editor convencido de que hacer negocios desde el escritorio es más apasionante que cazar leones, y luego algo sucedió que también ella ignora. O tal vez todo lo contrario. Él cambió de identidad para salvarla a ella. Nunca sabré esos detalles.
Era él. Estoy seguro. Era él. No puede ser otro. Comprendí que la teoría del doble, del otro, el Doppelgänger, es un recurso de la literatura para enunciar una realidad que no podría hacerse de otra manera. El hombre del supermercado no era el sosias de Gildardo, era Gildardo desdoblado en otro. Si no era Gildardo y se negó a sí mismo y a saludarme, entonces, lo escribo consternado, vi a su fantasma, a otro que era su doble y a la vez él mismo. Aterrador.