Algunas oraciones
tienen una extraña propiedad: pueden mutar, incluso de autor. Son esas
frases célebres que se citan aquí y allá, con la grave autoridad de las
sentencias y los edictos, y que pueden ser atribuidas a quien le guste, al que
las pronuncia.
Solemos tener tanta confianza en nuestros juicios y opiniones, en nuestra
memoria (esto, claro, es una cita indirecta, tal vez de Montaigne), y los
defendemos con tal seguridad y vehemencia que pareciera que no hay margen a la
duda ni al error.
No faltará quien se empeñe en sostener que el desvirtuado dicho socrático: «Yo
sólo sé que no sé nada» es una frase genial de Cantinflas, aunque de momento no
recuerde en qué película la dijo, y la platónica definición de hombre como un
«bípedo implume» podría ser la cumbre del sentido del humor de Woody Allen.
«Cuántas cosas que no necesito» es una frase atribuida a Sócrates, cuando
visitó un mercado, pero también se la aplican a Diógenes de Sinope y a Diógenes
Laercio. Y los tres también se disputan, inmortales y sin saberlo, la
paternidad de «Busco a un hombre honesto» mientras iba por las calles con una
linterna encendida a mediodía.
«La imaginación es la loca de la casa» es una frase con frecuencia atribuida a
Santa Teresa de Jesús. Pero Fernando del Paso, cauteloso y prudente, aclara en
el epígrafe de su novela Noticias del Imperio que se le
atribuye a Malebranche. Buscar en la Red puede no ser de gran ayuda. Aunque en
páginas de muy sospechosa calidad, la frase también se la endilgan a Voltaire,
Pascal, Sor Juana Inés de la Cruz y Rosa Montero, por lo menos. Y no falta
quien la atribuye a un «filósofo», a «un escritor», «como dijo no sé quién» y
alguien aclara antes de soltar la frasecita: «como decía mi mamá...».
Humboldt no calificó a la de México como «la ciudad de los palacios», como lo dice medio mundo, al menos no según la Enciclopedia de México, que la atribuye a Charles Joseph Latrobe, viajero inglés del siglo XIX.
«Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo» es una
máxima de Jorge Santayana que le ha sido colgada a Napoleón Bonaparte, Lenin y
Winston Churchill, por lo menos. También es de Santayana «Sólo la muerte ha
visto la terminación de la guerra», aunque también ha sido puesta a la cuenta
de Platón por el general Douglas MacArthur.
La lista de atribuciones gratuitas y equivocadas, la suma de los errores en el
juego de soltar frases célebres podría ser infinita, y esto no es una fe de
erratas, apenas una llamada de atención para mí mismo, un recordatorio para
consultar las fuentes, a dudar de otros, sobre todo si me dicen que el adagio
se encuentra en el segundo tomo de las obras completas de Sócrates.
A Maquiavelo se le considera el filósofo político que sentenció «el fin
justifica los medios», sin que sepamos en qué obra lo escribió, y en la
Red circula un texto sobre el lugar correcto de una coma en una oración más o
menos ingeniosa que se atribuye a Julio Cortázar, pero la referencia no aparece
por ningún lado. Nada más fácil que culpar a otros, nada más sencillo que
atribuirle oraciones, adagios y sentencias a otro, a quien sea.
La próxima vez que le digan, lector: Si ladran los perros, Sancho, es señal de que cabalgamos, recuerde que esa oración no la escribió Cervantes. Esas palabras, esa «cita», o sus variantes, le juro, no están en el Quijote.
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Adenda: ¿Cuando citamos nos citamos? ¿Al hacer una cita revelamos nuestro
pensamiento? ¿Es lícito o deseable ir por el mundo atribuyéndole palabras y
citas a quien no las dijo? ¿Una oración al ser citada fuera de su contexto
alcanza su mayor expresión? Citar, en cualquier caso, no es un acto inocente.
Desde las Canarias, Elisa Rodríguez Court amablemente me escribe y me ofrece un
complemento a este apunte, «una cita sobre las citas». Dice el correo
electrónico de Elisa:
«En mis obras las citas son como atracadores emboscados en la calle que con
armas asaltan al viandante y le arrebatan sus convicciones.» Según Benjamin, el
poder especial de las citas no nace de su capacidad de transmitir y de hacer
revivir el pasado, sino, por el contrario, de su capacidad de «hacer limpieza
con todo, de extraer del contexto, de destruir». La cita, al separar un
fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de
testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que
constituye su inconfundible fuerza agresiva. Benjamin, que durante toda su vida
persiguió el proyecto de escribir una obra compuesta exclusivamente por citas,
había entendido que la autoridad que reclama la cita se funda, precisamente, en
la destrucción de la autoridad que se le atribuye a un cierto texto por su
situación en la historia de la cultura. G. Agamben, El hombre sin
contenido. Áltera. p. 167.