24 de agosto de 2015

Una habitación, un cubículo y el misterio del gabinete

A media tarde, después de comer, con los minutos contados de libertad condicional antes de verme obligado a volver a la oficina, me tomaba un café y hojeaba una revista con la debida desgana que imponían las circunstancias. Me detuve en un ensayo o capítulo de una novela de Enrique Vila-Matas sobre su relación con la obra de Dominique Gonzalez-Foerster, que «se ha basado siempre en una sucesión de felices equívocos creativos».

Entonces tuve que suspender ese estado de distracción que tiende más a la resignación que a la indiferencia para alegrarme con los desencuentros y enredos, los castillos verbales, la invención de la realidad por la imaginación y la mirada particular, los hallazgos y contribuciones de Vila-Matas. Sus novelas no guardan una relación estrecha con la literatura española de hoy; en realidad, es un excéntrico cuyas ficciones cada vez parecen más ensayos, y con frecuencia sus artículos y otros textos ya publicados se integran o ensamblan de maravilla a sus novelas, como lo demuestra el caso de Dublinesca.

En eso estaba, en el café de la esquina, con los minutos contados, en el último trago del exprés doble cuando llegué hacia el final del capítulo al párrafo que me cambió la tarde. Yo estaba a punto de volver y encerrarme en mi cubículo, cuando leí:

«No es por justificarme, pero es lógica la atracción por ese tipo de habitación única, de espacio cerrado. Es una clase de cuarto que atrae por lo que básicamente representa, pues es el lugar mítico donde se desarrolla siempre el gran drama humano, no exento, en ocasiones de luz.» Al llegar a este punto, se comprenderá que yo pensaba en el cubículo, y me animaba con lo que seguía:

«A fin de cuentas, una habitación es el espacio central de toda tragedia —el lugar donde Hölderlin alcanzó la locura, donde Juan Carlos Onetti meditó sobre el mundo y decidió que era mejor no salir más de la cama, y donde Emily Dickinson se recluyó con sus mil setecientos poemas—, pero a la vez es el sitio donde Vermeer conoció “la experiencia de la plenitud y de la independencia del momento presente".» ("El misterio del gabinete", en Nexos 452, agosto de 2015).

¿Un cubículo de oficina puede ser una habitación, el espacio central de toda tragedia? A punto de irme del café me encontraba ante el dilema más grave del día. Pensé, claro, en Virginia Woolf, que reveló la importancia de un cuarto propio, y en Vincent van Gogh, que pintó tres veces su dormitorio en Arlés, y Fernando Pessoa veía el mundo desde su ventana. Gabriel Fernández Ledesma hizo un libro con el mismo título que Xavier de Maistre, Viaje alrededor de mi habitación, y ambos cuentan la vida desde su habitación (su pieza, hubiera dicho mi abuela).

En mi desasosiego, en el último minuto antes de volver, comprendí que un cubículo algo tiene de celda, de cuarto, aunque no del todo. Entonces llegué a la oración que me salvó la tarde. «Una habitación cerrada es posiblemente [...] el precio que hay que pagar para llegar a ver la luminosidad.»

Emprendí reconfortado el camino de regreso, pensando en las posibilidades ignotas del cubículo de ofrecerme un camino a la luz o la liberación, «pues hay que saber que la literatura permite pensar lo que existe, pero también lo que se anuncia y todavía no es».

Pensé en el enigma del cuarto único, en ese gabinete que, como dice Vila-Matas, por paradójico que parezca, todos acabamos pareciéndonos a Robinson Crusoe. Trabajé con entusiasmo, solitario, aislado de la humanidad, atento a cualquier señal que llegara a mi cubículo. No registré ninguna, pero fue una tarde muy productiva.