Un día, de pronto, por un nuevo empleo, mi madre contaba de lunes a viernes y en horario laboral con los servicios de un chofer. Imagino que yo tendría diez años, y la llegada de Jorge a casa no sólo fue una extraña novedad sino también uno de los encuentros decisivos de mi vida.
Ese hombre, que ahora puedo imaginar en sus cuarenta, era educado, atento, buen conversador y tenía sentido del humor. Regordete, con la coronilla calva y cara de buena persona, con una sotana podría haber pasado por un cura cándido, como los que salían en las películas viejas para todo público.
Al margen de su trabajo, que desempeñaba sin tacha, Jorge reveló su pasión y su vocación secreta, para la que tenía además notables aptitudes didácticas. Era un helenista, un estudioso, un rapsoda urbano que dos mil ochocientos años después de Homero que un día, de pronto, en un trayecto, empezó a contarnos la Ilíada y la Odisea con talento y gracia.
Conocía el oficio, hacía cambios en la entonación, sabía cuándo detenerse y marcar una pausa, en qué pasajes acelerar el ritmo del relato. No se sabía los poemas homéricos de memoria, pero conocía muy bien las obras y las contaba con palabras sencillas y frescas, con enorme talento de rapsoda, que a mí hermano y a mí nos tenían hechizados.
Era un gozo escuchar a Jorge contarnos las aventuras de los héroes aqueos, ya fuera en el coche, en el tránsito de la ciudad, o en la puerta de la casa. Escuchábamos con asombro por primera vez los nombres de Agamenón y Menelao, Aquiles y Ayax, Ulises y Héctor... La disputa de la manzana de la discordia, el rapto de Helena.
Más que contar, Jorge revivía los hechos, y ponía atención a los detalles, de tal suerte que yo podía ver a las innumerables naves griegas surcar el mar rumbo a Troya. Y luego la guerra, la guerra sin fin, cruel y despiadada, durante días y meses y años, en los que los héroes caían y la ciudadela de Troya resistía.
Yo no sé cuánto duró el relato, tal vez días o semanas, en los que aumentaba la tensión y lo emocionante crecía, en los que nada era más importante que seguir las vicisitudes de la guerra... hasta que un día, el más ingenioso de los guerreros, el más astuto de los hombres, el que tendría mil sufrimientos y dificultades asombrosas para volver a su casa, junto a su esposa Penélope y su hijo Telémaco, se le ocurrió construir un enorme caballo de madera...
¡Cómo revivir la emoción por aquel recurso prodigioso! ¡Cómo contar el temor de que fueran descubiertos los soldados que aguardaban en perfecto silencio dentro del caballo! ¡Con qué alegría, con incontenible alegría infantil veíamos cómo los ingenuos troyanos abrían las puertas y metían el caballo y con él la justa debacle de su ciudad!
Y luego las penas de Ulises, que no tenían fin, y los extraños nombres de Nausícaa y Circe, de personajes femeninos tan misteriosos en los que percibía un atisbo, lo sé, ahora, de erotismo.
Jorge me dio a Homero, y lo hizo con una emoción que no he vuelto a sentir en mis sucesivas lecturas. Cuando contó con rabia y sangre fría cómo Ulises con la ayuda de Telémaco daba muerte, uno por uno, a los pretendientes y acosadores de Penélope, yo veía con paroxismo caer uno a esos miserables, creo que conocí, aturdido, el goce infame, tan innoble como humano, de matar.
Jorge, el chofer, hizo por mi paideia más que tantos y tantos profesores en la escuela. No recuerdo cuándo y por qué se fue. Con el tiempo, al paso de los años, aprendí a apreciar el impagable regalo que me hizo. Nunca volví a verlo ni a saber de él. Espero que haya tenido una vida dichosa; un rapsoda moderno como él, que cantaba los poemas homéricos a los niños, debió gozar de la simpatía de los dioses, de la luz de la razón y la belleza para iluminar su vida.