Germán fue el primero en verla. Su gesto nos anunció aquella presencia. Daniel reaccionó de inmediato. Un espejo de pronto me la mostró. Roberto, de espaldas a la puerta, fue el último en reconocerla. Irrumpió luminosa como una advocación de la Belleza, a la que un poeta genial e insolente encontró amarga en plena adolescencia al sentarla en sus rodillas. Para nosotros no hubo tanto; pero estaba allí, casi vestida, casi desnuda de rosa, de un rosa pálido como ella misma.
«Es argentina», sentenció Germán. «Tiene la tristeza de las uruguayas», dijo Daniel. «Es una furcia, ninguna mujer se viste así para una cita», remató alguno de mis amigos. Nada volvió a ser igual en nuestra mesa, ni la conversación ni el vino tinto ni las olivas ni la tortilla española. Aquella chica y su acompañante, cincuentón, ordinario, con el cabello teñido, ocuparon una mesa cercana a la nuestra.
A mis amigos, los vi mirarla; ellos me vieron mirarla. Nos vimos mirarla en una complicidad perfecta y silenciosa. Ella nos vio mirarla. Era una sirena, una ninfa, una lolita: la seducción encarnada. Y supimos que su presencia no era gratuita y que su nombre no era Nereida.
El cabello cuidadosamente despeinado y lacio, de un rubio imposible, contrastaba con las cejas oscuras. Tenía el rostro afilado, casi infantil, casi demacrado. Tenía la edad perfecta, indefinible, de la primera juventud. Un palmito modelado en el gimnasio y unos pechos, alados, que levantaban el vuelo al borde del escote y que Daniel decretó perfectos.
Nada volvió a ser igual en nuestra mesa en aquel bistrot de la Condesa. La blusa no era tal sino un pretexto para dar realce al tatuaje del hombro y hacer más llamativo el del ombligo. Por debajo de la mesa, desde la nuestra, podían verse sus muslos desnudos, bruñidos con el tono justo hasta el fondo de la minifalda, que era por momentos un atributo de la imaginación.
Hay que tener hambre, agallas, ambición para vestirse así. Su sino era ser mirada, y lo aceptaba con resignación y recato, con un falso estoicismo deliberado y profesional. «Es una furcia», insistió alguno, «nadie se viste así salvo para acompañar a un cliente». «Se llama Verónica», imaginó otro. «No, se llama Betina, se le nota», concluyó el tercero.
De pronto, dejó de acariciarse el pelo, retiró la mano que le retenía como a una paloma el cincuentón teñido. Se levantó y se contoneó impunemente hacia el fondo del bistrot. Daniel, impertérrito, fue tras ella. Los vi a lo lejos cruzar unas palabras. Cada uno volvió a su mesa. «Se llama Lucía», dijo Daniel. Germán puso cara de vértigo. «Es nombre de uruguaya», dijo, y supe que pensó en La Maga.
De pronto, Lucía desapareció. No volvimos a verla. Nada volvió a ser igual en nuestra mesa, ni la conversación de los amigos ni el vino tinto ni las olivas ni la tortilla española. Por una noche, por una aparición llamada Lucía, supimos cuál era el nombre del objeto del deseo.