Woody Allen ha inventado la vida del guitarrista Emmet Ray, tan verosímil y cinematográfica, con la misma precisión con la que Max Aub trazó la vida de aquel pintor, Jusep Torres Campalans, que nadie vio nunca ni conoció jamás porque sólo existió en la literatura de Aub y del que, sin embargo, parece que dio noticia alguna enciclopedia mal documentada, porque no era la de los personajes célebres que nunca existieron. La apócrifa historia de ese virtuoso del jazz de los años treinta, dulce y vil, que sólo cobra vida cuando se proyecta Sweet and Lowdown, que llevó en nuestras salas el muy lamentable y cursi título de El gran amante, ha engañado a un espectador ingenuo: alguien afirma que Ray existió. Cree que la película es un documental, tal como ha ya mucho tiempo un célebre hidalgo manchego daba por ciertas y verdaderas las aventuras que cuentan los denostados libros de caballerías. La línea entre la ficción y la realidad es tan frágil como la que dibujan y deshacen sin cesar las olas del mar en la arena.