19 de diciembre de 2021

Carta a Irene Vallejo

Estimada Irene:

Vivimos tiempos en los que la formalidad y el respeto y la corbata son vistos con sospecha y recelo. Todo el mundo le habla de tú a las autoridades, a los mayores, a hombres y mujeres que merecerían nuestra consideración, al punto que los niños también tutean a sus padres y profesores. No voy a negar que lo lamento un poco, pero me parece que tampoco podemos forzar los usos y costumbres que, como siempre en la historia, no cesan de cambiar. Así que no he comenzado esta carta con un solemne: «Querida doctora Vallejo o Apreciable doña Irene», con los que estoy seguro de que usted no se sentiría a gusto y, para decir la verdad, yo tampoco.  

Quizá cierta informalidad permite una aproximación, una empatía y, en su caso, ha generado la confianza con la que los lectores se aventuran en El infinito en un junco, y me refiero a lectores que no suelen leer ensayos de filología ni de historia, que no son académicos, y que en algunos casos ni siquiera son lectores habituales. Usted ha conseguido que la más bella historia de los libros saliera a la calle y sedujera a lectores de varias generaciones, con niveles de educación muy desiguales e intereses muy diversos. Usted ha conseguido que cientos de miles de lectores disfruten y aprendan con su portentoso ensayo, que lo leen como si fuera una fábula, un gran cuento, una de las fascinantes historias de Sherezada.

Usted ha conseguido trenzar la erudición, la sabiduría y el rigor académico (el aparato crítico y las referencias son impresionantes) con la literatura, que también es el arte de imaginar la realidad y contar la vida de la mejor manera posible. No tengo que decirle que la inmensa mayoría de los ensayos de sus colegas (saturados de notas intransitables y no exentos de cierta pedantería), de los filólogos y lingüistas, no están hechos para lectores, sus fines son otros. Y esto es algo que sus lectores le agradecemos. Usted ha demostrado que el método y el conocimiento a fondo que roza la sabiduría no están reñidos con la buena prosa, la precisión y la claridad (y que el cine y la cultura pop también son parte de la cultura y pueden dialogar con la gran literatura; vamos, que en sus manos, incluso el comentario personal y la experiencia de vida pueden incorporarse si el pasaje es oportuno y honesto).

Me pregunto si no es usted hoy por antonomasia la guardiana de los libros, de los clásicos y la defensora de las humanidades. Usted ha hecho más por la difusión de los libros, por la divulgación del conocimiento, por volver a mirar a las humanidades y los estudios clásicos como una necesidad callada y silenciosa, pero no menos vital para la formación integral de cada persona, que muchos programas educativos, instituciones y gobiernos de todas partes que desaparecen a la filosofía y las humanidades de los programas de estudio de bachillerato y pretenden prescindir de las lenguas clásicas (sí, del griego y el latín, incluso como opción).

Tal vez ha hecho usted más por dar la voz de alerta, por llamar la atención, por invitar a la reflexión y a  volver a las fuentes de nuestra civilización que muchos ministerios, programas educativos, planes, pedagogos y políticos que derrochan dinero y cumplen la triste función de los bomberos pirómanos. 

Estamos en deuda con usted por su contagioso entusiasmo, por su fe en la palabra de los más sabios, hombres y mujeres que nos precedieron desde hace muchos siglos; estamos en deuda por su defensa del libro, por hacernos conscientes de su fragilidad y su asombrosa permanencia. Así, también es usted una formidable motivadora y formadora de lectores. 

Dice Ana, personaje de su novela El silbido del arquero: «Mi madre solía decir que, algún día, muchos aprenderán a dibujar sus pensamientos, y la magia de guardar las palabras se extenderá, y será un gran conjuro contra el olvido.» Hoy, que se ha cumplido ese vaticinio, lo importante es hacer de la lectura un hecho esencial, y no sólo de la educación, sino de la vida misma, para no caer en el olvido, para descubrir quiénes somos y de dónde venimos. 

Usted ha dicho que por ahora no considera escribir una segunda parte de El infinito..., pero cómo nos gustaría, Irene, que nos contara otras historias con su magia y su maestría. La historia del libro en la Edad Media, su impresionante auge a partir de la imprenta y las enormes consecuencias de su difusión; de la samizdat, la copia y distribución clandestina de libros en la Unión Soviética, entre muchas otras. 

No hace falta conocer el futuro para suponer que su libro será leído por las siguientes generaciones, que su huella perdurará por muchos años. Por ello, me permito dos comentarios finales. (Donde se encuentre un error o una falta, es imperativo corregir.) Valdría la pena pedirle a la editorial que haga una revisión a fondo del Índice Onomástico que, aunque muy bien realizado, no deja de tener errores. No aparece allí, por ejemplo, el nombre de Pascal Quignard, que usted menciona en la página 348.

Por último, me permito darle una referencia. Usted narra que Ana María Moix le contó la anécdota de los escritores del boom latinoamericano en un restaurante barcelonés, en 1971, en el que nadie apuntaba el pedido y al ver la hoja en blanco el maître preguntó, con sentido del humor, si ninguno de los comensales de esa mesa sabía escribir. Uno puede imaginar el desconcierto y las miradas entre divertidas y suspicaces de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui y José Donoso. El restaurante era La Font dels Ocellets, y la anécdota la cuenta María Pilar Serrano, con mucho detalle, aunque no aparece Ana María Moix, en «Apéndice I. El boom doméstico», incluido en un libro de José Donoso, su marido: Historia personal del Boom (Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 102-104). 

Recibe, Irene, un cordial saludo, con mi agradecimiento y admiración.

EALl


P. D. Mi hija, de 17 años, recibirá un ejemplar de El infinito en un junco como regalo navideño.